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Hay quienes se sorprendieron por la victoria de Donald Trump, quien desde enero será el 47-ésimo presidente de Estados Unidos. Pero en realidad, su radical triunfo no es solo un hecho político: refleja algo más profundo y complejo en la cultura estadunidense. Esta elección parece poner en evidencia los límites de lo que hoy llamamos “cultura woke” y de la política identitaria, conceptos que han predominado en el discurso progresista de los últimos años. Esta corriente, enfocada en dar visibilidad y reconocimiento a grupos históricamente marginados —según su identidad de género, raza, orientación sexual o etnia—, ha tenido un impacto positivo en muchos aspectos, pero también ha comenzado a generar divisiones dentro de la sociedad que ahora se hacen sentir.
La política identitaria, en su legítimo esfuerzo por responder a las necesidades de diversos colectivos, ha enfatizado las diferencias entre las personas, relegando a un segundo plano los elementos que todos compartimos. Al clasificar a los ciudadanos en categorías cada vez más específicas, el discurso woke ha creado la impresión de una sociedad dividida, donde los individuos son percibidos principalmente como miembros de un grupo en lugar de ser vistos en su totalidad. Esta óptica reduce la cohesión social y debilita el sentido de unidad nacional, ambos esenciales para el bienestar colectivo. En los debates contemporáneos —tanto en el ámbito educativo como en el empresarial—, la pertenencia identitaria se ha vuelto frecuentemente el criterio principal para valorar a las personas, privilegiando la pertenencia sobre el mérito. Aunque este enfoque ha permitido visibilizar problemas genuinos, también corre el riesgo de excluir a quienes no se sienten representados por estas etiquetas, generando un vacío que figuras populistas, como Trump, han sabido explotar hábilmente. Así, en lugar de abrir un espacio inclusivo, el enfoque woke puede ser percibido por muchos como limitante y excluyente.
El estudioso Francis Fukuyama advierte que una sociedad que pone en primer plano las identidades grupales corre el riesgo de fracturarse, dejando poco espacio para una identidad común. Cuando esto sucede, el tejido social se debilita y las personas buscan en líderes alternativos la promesa de restaurar ese sentido de unidad perdido. Trump, con su lema de “América primero”, ha captado este sentimiento al presentarse como el defensor de una identidad nacional que acoge a todos. Su victoria demuestra que muchos ciudadanos sienten que su voz ha sido ignorada en una cultura que ven como excesivamente crítica y autoritaria. La unidad nacional no puede construirse sobre distinciones rígidas. Encontrar un balance donde se reconozcan las particularidades de cada grupo sin que ello implique una pérdida de cohesión es esencial. Solo así, el discurso social podrá fortalecerse y generar una identidad compartida que permita la convivencia en una sociedad pluralista e inclusiva.