El sábado pasado se fue sin clamores, tal como había vivido, Ginny Bouvier, una mujer estadounidense que había dedicado gran parte de su carrera a la construcción de paz en Colombia.
Quiero dedicar la columna a mi colega y amiga, no solamente porque la labor de su vida merece un homenaje, sino también porque su entrega a la paz deja un legado y unas enseñanzas que hay que recoger y resaltar en un momento como este. De hecho, como varios amigos la rebautizaron en estas horas, ella fue verdaderamente la Ginny de la Paz.
Ginny comenzó su carrera con una pasantía en la Oficina de Washington para América Latina (WOLA) y después siguió trabajando para la organización acompañando a los defensores de los derechos humanos en Chile durante la difícil época del régimen de Pinochet. Durante su labor en Bolivia, fue una de las primeras que reconoció en los abusos de la guerra contra el narcotráfico un asunto de derechos humanos.
Durante más de una década, desde el Instituto para la Paz de Estados Unidos (USIP), Ginny se dedicó con gran competencia y pasión a la construcción de paz en el país, y trabajó incansablemente para que las voces de la sociedad civil, y sobre todo de las víctimas, fueran reconocidas en el acuerdo de paz final entre el Gobierno y las Farc. Los acuerdos llevan también el nombre de Ginny.
Ginny fue de verdad una gran y hábil diplomática de la paz, creando espacios donde hasta las conversaciones más difíciles y los encuentros más improbables fueron posibles. Cuando me reunía con ella en su oficina o en un café de Washington, incluso cuando hablaba sobre situaciones dolorosas y sobre violadores de derechos humanos, siempre lo hacía con una gracia enorme.
Seguramente su compromiso fundamental fue con la gente que sufría en carne propia las consecuencias de la violencia, sobre todo mujeres y poblaciones afrodescendientes, quienes en Colombia han sido históricamente marginalizados y victimizados. Ellos encontraron en Ginny un apoyo y una defensora eficaz, comprometida y valiente. Para ellos, Ginny había creado un espacio para que las historias y los planteamientos de las víctimas pudieran ser conocidas en Washington —también cuando se trataba de críticas al Plan Colombia y a las políticas de los Estados Unidos—.
Unos días antes de su fallecimiento, el congresista Jim McGovern, en una intervención frente al Congreso de Estados Unidos, dedicó unas palabras para honrar la vida de Ginny y recordó cómo ella fue “una voz poderosa para la paz y un espíritu fuerte, amoroso y generoso”. Recordó cómo a lo largo de 30 años la vio “crear las condiciones —establecer los espacios— para que la paz pueda tomar fuerza, incluso durante un conflicto violento”.
Para las mujeres y los hombres de Colombia que la conocieron, el mejor tributo que le pueden rendir es recoger el legado de paz de Ginny. Para nosotros que vivimos en los Estados Unidos, el compromiso es mantener abiertos los espacios que Ginny había creado para que también las voces de las víctimas sean escuchadas y se conviertan en una voz principal.
El sábado pasado se fue sin clamores, tal como había vivido, Ginny Bouvier, una mujer estadounidense que había dedicado gran parte de su carrera a la construcción de paz en Colombia.
Quiero dedicar la columna a mi colega y amiga, no solamente porque la labor de su vida merece un homenaje, sino también porque su entrega a la paz deja un legado y unas enseñanzas que hay que recoger y resaltar en un momento como este. De hecho, como varios amigos la rebautizaron en estas horas, ella fue verdaderamente la Ginny de la Paz.
Ginny comenzó su carrera con una pasantía en la Oficina de Washington para América Latina (WOLA) y después siguió trabajando para la organización acompañando a los defensores de los derechos humanos en Chile durante la difícil época del régimen de Pinochet. Durante su labor en Bolivia, fue una de las primeras que reconoció en los abusos de la guerra contra el narcotráfico un asunto de derechos humanos.
Durante más de una década, desde el Instituto para la Paz de Estados Unidos (USIP), Ginny se dedicó con gran competencia y pasión a la construcción de paz en el país, y trabajó incansablemente para que las voces de la sociedad civil, y sobre todo de las víctimas, fueran reconocidas en el acuerdo de paz final entre el Gobierno y las Farc. Los acuerdos llevan también el nombre de Ginny.
Ginny fue de verdad una gran y hábil diplomática de la paz, creando espacios donde hasta las conversaciones más difíciles y los encuentros más improbables fueron posibles. Cuando me reunía con ella en su oficina o en un café de Washington, incluso cuando hablaba sobre situaciones dolorosas y sobre violadores de derechos humanos, siempre lo hacía con una gracia enorme.
Seguramente su compromiso fundamental fue con la gente que sufría en carne propia las consecuencias de la violencia, sobre todo mujeres y poblaciones afrodescendientes, quienes en Colombia han sido históricamente marginalizados y victimizados. Ellos encontraron en Ginny un apoyo y una defensora eficaz, comprometida y valiente. Para ellos, Ginny había creado un espacio para que las historias y los planteamientos de las víctimas pudieran ser conocidas en Washington —también cuando se trataba de críticas al Plan Colombia y a las políticas de los Estados Unidos—.
Unos días antes de su fallecimiento, el congresista Jim McGovern, en una intervención frente al Congreso de Estados Unidos, dedicó unas palabras para honrar la vida de Ginny y recordó cómo ella fue “una voz poderosa para la paz y un espíritu fuerte, amoroso y generoso”. Recordó cómo a lo largo de 30 años la vio “crear las condiciones —establecer los espacios— para que la paz pueda tomar fuerza, incluso durante un conflicto violento”.
Para las mujeres y los hombres de Colombia que la conocieron, el mejor tributo que le pueden rendir es recoger el legado de paz de Ginny. Para nosotros que vivimos en los Estados Unidos, el compromiso es mantener abiertos los espacios que Ginny había creado para que también las voces de las víctimas sean escuchadas y se conviertan en una voz principal.