A lo largo de la semana pasada, en las noches, antes de rendirme al sueño, vi la segunda temporada de la serie sueca Jóvenes altezas. El tema es clásico; la historia de adolescentes que llegan a la mayoría de edad. La trama se desarrolla alrededor de un amor genuino y puro que florece entre dos jóvenes, un príncipe heredero y un inmigrante latino, ambos estudiantes en un internado de élite. El foco de la historia se centra en cómo las normas sociales, las tradiciones y las etiquetas interfieren con la autenticidad y la espontaneidad.
A pesar de que la serie involucra una relación entre dos hombres adolescentes, la cuestión no es la homosexualidad ni el derecho de dos personas del mismo sexo a amarse. De hecho, el príncipe heredero Wilhelm (interpretado por un excelente Edvin Ryding) no define su propia orientación sexual ni siente necesario hacerlo, casi prefigurando un mundo en el cual salir del armario es superfluo. Más bien, el drama tiene raíz en las diferencias socioeconómicas y culturales entre Wilhelm y su compañero Simón, un joven latino, hijo de una madre cabeza de hogar, interpretado magistralmente por Omar Rudberg, un artista de origen venezolano que en la vida real es un cantante pop y en sus videos muestra un estilismo de género fluido —otro mensaje de ruptura contra una visión binaria y rígida de la vida—.
Es exactamente esta visión tradicional y binaria de la vida lo que Jóvenes altezas cuestiona. La tradición, las normas culturales, la obsesión por las etiquetas son representadas por el internado con su uniforme y sus rituales, y por los adultos, como la reina y la Corte Real. Representan un mundo donde las apariencias son más importantes que la autenticidad, donde el apego a los valores y a las normas impide el fluir de la vida, donde la tradición termina sofocando el cambio. Todo eso, en medio de una existencia que está marcada por la mentira, la falsedad, la hipocresía, donde lo que es auténtico, genuino y puro no sólo es incomprendido sino también sofocado y hasta perseguido. El dilema y el conflicto entre tradición e innovación, entre forma y sustancia, entre pasado y futuro coexisten en el príncipe Wilhelm, que se siente prisionero en un rol y un mundo a los cuales no quiere pertenecer, porque le impiden simplemente ser. “¿Puedes por una vez hablarme como madre y no como reina?”, estalla en un momento dramático el príncipe heredero hablando por teléfono con la reina, con una necesidad desesperada de comprensión y aceptación.
El final de la segunda temporada (que no voy a estropear) nos pone a reflexionar sobre cuáles normas y valores nos hacen prisioneros y nos impiden amar y aceptar al otro, así como, a veces, a nosotros mismos, en nombre de un dios, de una tradición, de unos valores que, en lugar de hacernos aún más capaces de amar, entender, aceptar, nos vuelven fríos, rígidos, sin amor. ¿Vale la pena?
A lo largo de la semana pasada, en las noches, antes de rendirme al sueño, vi la segunda temporada de la serie sueca Jóvenes altezas. El tema es clásico; la historia de adolescentes que llegan a la mayoría de edad. La trama se desarrolla alrededor de un amor genuino y puro que florece entre dos jóvenes, un príncipe heredero y un inmigrante latino, ambos estudiantes en un internado de élite. El foco de la historia se centra en cómo las normas sociales, las tradiciones y las etiquetas interfieren con la autenticidad y la espontaneidad.
A pesar de que la serie involucra una relación entre dos hombres adolescentes, la cuestión no es la homosexualidad ni el derecho de dos personas del mismo sexo a amarse. De hecho, el príncipe heredero Wilhelm (interpretado por un excelente Edvin Ryding) no define su propia orientación sexual ni siente necesario hacerlo, casi prefigurando un mundo en el cual salir del armario es superfluo. Más bien, el drama tiene raíz en las diferencias socioeconómicas y culturales entre Wilhelm y su compañero Simón, un joven latino, hijo de una madre cabeza de hogar, interpretado magistralmente por Omar Rudberg, un artista de origen venezolano que en la vida real es un cantante pop y en sus videos muestra un estilismo de género fluido —otro mensaje de ruptura contra una visión binaria y rígida de la vida—.
Es exactamente esta visión tradicional y binaria de la vida lo que Jóvenes altezas cuestiona. La tradición, las normas culturales, la obsesión por las etiquetas son representadas por el internado con su uniforme y sus rituales, y por los adultos, como la reina y la Corte Real. Representan un mundo donde las apariencias son más importantes que la autenticidad, donde el apego a los valores y a las normas impide el fluir de la vida, donde la tradición termina sofocando el cambio. Todo eso, en medio de una existencia que está marcada por la mentira, la falsedad, la hipocresía, donde lo que es auténtico, genuino y puro no sólo es incomprendido sino también sofocado y hasta perseguido. El dilema y el conflicto entre tradición e innovación, entre forma y sustancia, entre pasado y futuro coexisten en el príncipe Wilhelm, que se siente prisionero en un rol y un mundo a los cuales no quiere pertenecer, porque le impiden simplemente ser. “¿Puedes por una vez hablarme como madre y no como reina?”, estalla en un momento dramático el príncipe heredero hablando por teléfono con la reina, con una necesidad desesperada de comprensión y aceptación.
El final de la segunda temporada (que no voy a estropear) nos pone a reflexionar sobre cuáles normas y valores nos hacen prisioneros y nos impiden amar y aceptar al otro, así como, a veces, a nosotros mismos, en nombre de un dios, de una tradición, de unos valores que, en lugar de hacernos aún más capaces de amar, entender, aceptar, nos vuelven fríos, rígidos, sin amor. ¿Vale la pena?