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Hace unos días, Angélica Jaramillo reveló en sus redes sociales que ha estado luchando contra una adicción a las drogas. Fue un gesto de valentía, quizá motivado por el deseo de recibir un abrazo compasivo colectivo. Su confesión nos ha permitido abrir un espacio necesario para normalizar la conversación sobre adicciones y traumas; temas que, en nuestra sociedad, siguen envueltos en tabúes y protegidos por el velo de las apariencias. Vivimos en una sociedad que prefiere ocultar lo incómodo, esconder bajo la alfombra aquello que se considera fuente de vergüenza. Nos empeñamos en proyectar una perfección que no tenemos y que es inalcanzable. La perfección, simplemente, no existe y no debería ser el estándar con el que nos medimos a nosotros mismos, ni mucho menos a los demás.
Por el contrario, nos haríamos un gran favor si comenzáramos a normalizar la conversación sobre los traumas emocionales que hemos experimentado, y sobre las adicciones que, en muchos casos, son el resultado de nuestros esfuerzos por lidiar con el dolor y los vacíos que marcan nuestra existencia. Los traumas y las adicciones, que están profundamente entrelazados, no nos definen ni constituyen un destino ineludible. Uno de mis mentores, el psicoterapeuta Steven Gilligan, ve las adicciones como el síntoma de algo maravilloso que desea despertar y surgir. Es una invitación a emprender el viaje del héroe, a reconectarnos con nuestra esencia más pura, esa semilla inquebrantable que reside en lo más profundo de nuestro ser.
Tengo varios amigos que han sufrido de adicciones o que tienen hijos atrapados en ellas. He sido testigo de su sufrimiento y de la profunda impotencia que los abruma. Pero también he desarrollado hacia ellos no solo compasión, sino una profunda admiración y respeto por la forma en que enfrentan su condición, por el arduo y prolongado camino que exige salir de una adicción. Sin embargo, ese camino es uno de expansión, liberación y evolución. Son personas que desarrollan una sabiduría, una sensibilidad y una capacidad de empatía que se convierte en un bálsamo sanador para los demás. Al haber conocido los abismos más profundos de nuestra humanidad, son capaces de acompañar y crear vínculos de hermandad auténtica. La sanación no se encuentra en la mera abstinencia, sino en la creación de vínculos afectivos significativos, en vacíos que se llenan, en heridas que finalmente se cierran.
Por eso creo que Angélica Jaramillo nos brindó un regalo al compartir su dolor, un regalo que podemos aprovechar si sabemos acogerlo. Nos invita a reconocer que todos habitamos nuestras propias sombras y que esas sombras son una oportunidad para convertirnos en seres más integrados y más humanos. Detrás del dolor se oculta la posibilidad de encontrar y vivir un propósito maravilloso. Al atravesar la selva oscura, como la llamaba el poeta Dante Alighieri, podemos resurgir con una luz nueva, porque estamos destinados a ello cuando hagamos el trabajo necesario. Nos recuerda que el ideal no es la perfección, sino la aceptación de nosotros mismos.