En una escena de la película Glass Onion: A Knives Out Mystery el protagonista, el rico e influyente empresario Miles Bron (interpretado por Edward Norton), reúne a sus amigos más cercanos, a quienes define como disruptores. Dice: “Si quieres sacudir las cosas, empieza con romper algo pequeño, una norma, una idea, una convención, un pequeño modelo de negocio. Todos se emocionan porque estás destruyendo cosas que todos querían romper de todas formas”. Es una definición que encaja perfectamente con la estrella del pop Madonna, quien en 2023 celebra los 40 años de su carrera con un nuevo tour mundial. De hecho, la material girl en los años 80 se impuso como una disruptora y una provocadora extraordinaria. Se volvió un ícono del amor libre, universal, total, carnal. Madonna propuso la capacidad de asumir distintas máscaras en la vida como un vehículo de empoderamiento y de autorrealización para la mujer. Ha sido sin duda una precursora de la rebelión en contra de la cultura patriarcal, un muro que las mujeres estaban listas para derribar. La religión era el símbolo del patriarcado y por eso Madonna se arrodillaba frente a la cruz volviendo el objeto algo sexi porque expone a un hombre desnudo. Cosa que ponía la piel de gallina a mis padres católicos, además de a los cardenales. Pero para ella el sexo no es nada más que una representación.
Eran los años 80. En la moda estaba emergiendo Gianni Versace con su multitud de supermodelos: Linda Evangelista, Naomi Campbell, Claudia Schiffer, Carla Bruni, todas inmortalizadas por fotógrafos como Richard Avedon, Herb Ritts, Steven Meisel y Peter Lindbergh. Eran la personificación del estilo de vida de aquella década que celebraba el lujo sin remordimiento y el disfrute de los placeres a toda velocidad. Fue la década en la que líderes políticos como Ronald Reagan y Margaret Thatcher promovieron un conservadurismo moral, al mismo tiempo que empujaron una economía neoliberal que predicaba la responsabilidad del individuo de ser el creador de su propio destino.
Madonna (junto a artistas como Cyndi Lauper y Boy George) fue la expresión de las contradicciones de los años 80. Se posicionó como contrapartida frente a los rígidos y obsoletos códigos morales, y acogió con radicalidad el ideal individualista bajo el cual cada uno tiene el derecho de crear la vida en sus propios términos. Glorificó el pauperismo, el ser víctimas y el estar en los márgenes; los volvió moda, gracias a su estética second-hand (antes de caer en los brazos de Jean-Paul Gaultier y volver famoso su sujetador puntiagudo).
En una época en la que muchas veces la disrupción no tiene causa y es un fin en sí mismo, Madonna nos recuerda el derecho a ser impropios, a desobedecer, a ir en contra de la corriente; cada vez que rompemos una norma o una convención nos sacudimos del conformismo y nos hacemos más libres. Nos incita a ser la oposición de nosotros mismos, a desaprender lo que limita nuestra capacidad de realizar nuestro potencial. Nos invita a vivir sin miedo, a ser auténticos.
En una escena de la película Glass Onion: A Knives Out Mystery el protagonista, el rico e influyente empresario Miles Bron (interpretado por Edward Norton), reúne a sus amigos más cercanos, a quienes define como disruptores. Dice: “Si quieres sacudir las cosas, empieza con romper algo pequeño, una norma, una idea, una convención, un pequeño modelo de negocio. Todos se emocionan porque estás destruyendo cosas que todos querían romper de todas formas”. Es una definición que encaja perfectamente con la estrella del pop Madonna, quien en 2023 celebra los 40 años de su carrera con un nuevo tour mundial. De hecho, la material girl en los años 80 se impuso como una disruptora y una provocadora extraordinaria. Se volvió un ícono del amor libre, universal, total, carnal. Madonna propuso la capacidad de asumir distintas máscaras en la vida como un vehículo de empoderamiento y de autorrealización para la mujer. Ha sido sin duda una precursora de la rebelión en contra de la cultura patriarcal, un muro que las mujeres estaban listas para derribar. La religión era el símbolo del patriarcado y por eso Madonna se arrodillaba frente a la cruz volviendo el objeto algo sexi porque expone a un hombre desnudo. Cosa que ponía la piel de gallina a mis padres católicos, además de a los cardenales. Pero para ella el sexo no es nada más que una representación.
Eran los años 80. En la moda estaba emergiendo Gianni Versace con su multitud de supermodelos: Linda Evangelista, Naomi Campbell, Claudia Schiffer, Carla Bruni, todas inmortalizadas por fotógrafos como Richard Avedon, Herb Ritts, Steven Meisel y Peter Lindbergh. Eran la personificación del estilo de vida de aquella década que celebraba el lujo sin remordimiento y el disfrute de los placeres a toda velocidad. Fue la década en la que líderes políticos como Ronald Reagan y Margaret Thatcher promovieron un conservadurismo moral, al mismo tiempo que empujaron una economía neoliberal que predicaba la responsabilidad del individuo de ser el creador de su propio destino.
Madonna (junto a artistas como Cyndi Lauper y Boy George) fue la expresión de las contradicciones de los años 80. Se posicionó como contrapartida frente a los rígidos y obsoletos códigos morales, y acogió con radicalidad el ideal individualista bajo el cual cada uno tiene el derecho de crear la vida en sus propios términos. Glorificó el pauperismo, el ser víctimas y el estar en los márgenes; los volvió moda, gracias a su estética second-hand (antes de caer en los brazos de Jean-Paul Gaultier y volver famoso su sujetador puntiagudo).
En una época en la que muchas veces la disrupción no tiene causa y es un fin en sí mismo, Madonna nos recuerda el derecho a ser impropios, a desobedecer, a ir en contra de la corriente; cada vez que rompemos una norma o una convención nos sacudimos del conformismo y nos hacemos más libres. Nos incita a ser la oposición de nosotros mismos, a desaprender lo que limita nuestra capacidad de realizar nuestro potencial. Nos invita a vivir sin miedo, a ser auténticos.