Me encuentro desde hace dos semanas en la frontera entre Turquía y Siria, y mientras escuchaba los testimonios de líderes comunitarios sirios que enfrentan a un régimen cruel y sanguinario estaba pendiente de las noticias sobre el paro agrario nacional en Colombia.
Durante uno de los talleres de resolución de conflictos que estaba facilitando, una mujer, con su rostro enmarcado por un chador color avellana, tomó la palabra y nos compartió lo que ocurrió en su municipio: “Comenzamos la protesta marchando, cantando y bailando al sonido del tambor. El régimen contestó bombardeándonos. No somos violentos, pero frente a un régimen que quiere aniquilarnos tuvimos que defendernos y armarnos”. Más tarde me contó que mataron a sus dos hermanos, “a uno de ellos lo llevaron herido al hospital, y allá lo remataron”.
Ahmed, un médico de 27 años, ya no tiene lágrimas, y cuando cuenta los horrores que presenció lo hace con una sonrisa amarga. Él fue uno de los primeros líderes de la revolución en Damasco. “Hace dos meses, cuando ocurrió el primer ataque con armas químicas, la mitad de mi familia murió”, dijo. Logró encontrar algunas medicinas y administrarlas, salvando así algunas vidas.
Sabri, de 25 años, es curdo. Él y su comunidad no sólo se enfrentan al régimen de Al Asad y a los grupos paramilitares del Comité Popular de Milicias, sino también a las tropas islamistas de Jabhat al Nusra aliadas con Al Qaeda. Por ser un activista, el régimen, antes de la revolución, lo arrestó y torturó. Muchos de los amigos de Sabri se sumaron a la resistencia armada curda. Él decidió no recurrir a la lucha armada, y en cambio ayudar a periodistas extranjeros a ingresar clandestinamente a su país. “Estamos caminando entre dos fuegos. Si nos armamos, perdemos el alma, y si no nos defendemos, dejamos de existir”, me dijo.
Obvio, Colombia no es Siria. Pero si uno considera la profundidad del malestar social evidenciado por el paro agrario en Colombia, y lo suma a las protestas que están sacudiendo a Brasil, así como a las aspiraciones democráticas de los pueblos en el Medio Oriente, hay que reconocer que hoy en el mundo existe una multitud de indignados que protestan contra la brecha que hay entre las necesidades de la gente común y las políticas de los estados, quienes contestan a las manifestaciones desplegando aparatos represivos, como lamentablemente ha pasado en Colombia en estos días.
La inoportuna declaración del presidente Santos de que “el tal paro agrario nacional no existe”, aun si se trató de un lapsus linguae, expresa la incapacidad de empatía de los gobiernos frente a las necesidades de quienes padecen las consecuencias de una violencia estructural.
Pero este es el tiempo de las multitudes, que comenzando como “masas oprimidas” se están convirtiendo, desde Colombia hasta Siria, en fuerzas que pueden promover una alternativa democrática al orden mundial presente.
Me encuentro desde hace dos semanas en la frontera entre Turquía y Siria, y mientras escuchaba los testimonios de líderes comunitarios sirios que enfrentan a un régimen cruel y sanguinario estaba pendiente de las noticias sobre el paro agrario nacional en Colombia.
Durante uno de los talleres de resolución de conflictos que estaba facilitando, una mujer, con su rostro enmarcado por un chador color avellana, tomó la palabra y nos compartió lo que ocurrió en su municipio: “Comenzamos la protesta marchando, cantando y bailando al sonido del tambor. El régimen contestó bombardeándonos. No somos violentos, pero frente a un régimen que quiere aniquilarnos tuvimos que defendernos y armarnos”. Más tarde me contó que mataron a sus dos hermanos, “a uno de ellos lo llevaron herido al hospital, y allá lo remataron”.
Ahmed, un médico de 27 años, ya no tiene lágrimas, y cuando cuenta los horrores que presenció lo hace con una sonrisa amarga. Él fue uno de los primeros líderes de la revolución en Damasco. “Hace dos meses, cuando ocurrió el primer ataque con armas químicas, la mitad de mi familia murió”, dijo. Logró encontrar algunas medicinas y administrarlas, salvando así algunas vidas.
Sabri, de 25 años, es curdo. Él y su comunidad no sólo se enfrentan al régimen de Al Asad y a los grupos paramilitares del Comité Popular de Milicias, sino también a las tropas islamistas de Jabhat al Nusra aliadas con Al Qaeda. Por ser un activista, el régimen, antes de la revolución, lo arrestó y torturó. Muchos de los amigos de Sabri se sumaron a la resistencia armada curda. Él decidió no recurrir a la lucha armada, y en cambio ayudar a periodistas extranjeros a ingresar clandestinamente a su país. “Estamos caminando entre dos fuegos. Si nos armamos, perdemos el alma, y si no nos defendemos, dejamos de existir”, me dijo.
Obvio, Colombia no es Siria. Pero si uno considera la profundidad del malestar social evidenciado por el paro agrario en Colombia, y lo suma a las protestas que están sacudiendo a Brasil, así como a las aspiraciones democráticas de los pueblos en el Medio Oriente, hay que reconocer que hoy en el mundo existe una multitud de indignados que protestan contra la brecha que hay entre las necesidades de la gente común y las políticas de los estados, quienes contestan a las manifestaciones desplegando aparatos represivos, como lamentablemente ha pasado en Colombia en estos días.
La inoportuna declaración del presidente Santos de que “el tal paro agrario nacional no existe”, aun si se trató de un lapsus linguae, expresa la incapacidad de empatía de los gobiernos frente a las necesidades de quienes padecen las consecuencias de una violencia estructural.
Pero este es el tiempo de las multitudes, que comenzando como “masas oprimidas” se están convirtiendo, desde Colombia hasta Siria, en fuerzas que pueden promover una alternativa democrática al orden mundial presente.