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En días pasados, un grupo amplio de personas, organizaciones e instituciones, representativas de lo que hemos llamado el Movimiento Pedagógico Colombiano, hemos firmado una carta abierta a la ministra de Educación que titulamos: “Carta abierta a la ministra de educación por una convocatoria nacional que haga de la educación un asunto de todos y todas para un proyecto de transformación educativa y pedagógica”.
Somos conscientes de que las cartas abiertas suelen quedarse en saludos a la bandera, pero en esta ocasión asumimos que el Ministerio tendrá a bien escucharnos porque lo hacemos con la intención de enriquecer la política educativa que está en construcción. No nos arrogamos la representación de la sociedad civil, ni más faltaba, pero si creemos expresar la voz de muchas personas, conocedoras profundas del sistema educativo, que les duele genuinamente los problemas que padece nuestra niñez y juventud.
Asumimos que el gobierno piensa que las políticas deben ser públicas, por eso adelanta procesos de concertación con diferentes actores. Durante décadas esto no ha sido así. En educación, particularmente, las políticas han sido de corto plazo y comprometen solo la vigencia de cada gobierno, razón por la cual tenemos un sistema educativo roto y débil. Los interlocutores que hablan al oído del ministerio han sido prioritariamente los organismos de cooperación y la banca internacional, además de los llamados empresarios por la educación y algunas universidades privadas. Con ellos hay que seguir contando, pero ya es hora de escuchar otras voces y pensar de otra manera. Los resultados de las políticas están a la vista, hay que cambiar la perspectiva.
No proponemos que nos escuchen como si fuéramos la nueva élite que reemplaza los consejeros de ayer, no, este es uno de los giros que consideramos hay que darle a la política. Lo que sugerimos ya está formulado en la Ley General de Educación, (Ley 115/ 94); se trata de situar las instancias de participación que están allí previstas: los foros educativos de política, que los gobiernos anteriores convirtieron en foros de experiencias pedagógicas significativas y las juntas municipales, departamentales y nacional.
En los foros se delibera y se les hace seguimiento a las políticas, y en las juntas, que representan la diversidad social, se orientan las políticas que el gobierno, en el marco de sus planes, ajusta en vigencias cuatrienales. En casi treinta años de vigencia de esta Ley, ningún gobierno ha tenido el coraje democrático de instalar estos mecanismos de participación que hagan de la educación un asunto de todos y todas, regida por una verdadera política de Estado. Es por esta falta de voluntad y talante democrático que la educación se ha fragmentado y se ha convertido en fortín de minorías que se enriquecen mientras miles de niños, niñas y jóvenes se quedan sin la posibilidad de tener horizontes de vida dignos.
En una simulación de participación democrática, el país ha construido tres planes decenales de educación desde 1996 y ha convocado dos misiones de sabios, que son, ellos sí, verdaderos saludos a la bandera. Estos ejercicios, que han arrojado interesantes iniciativas, han terminado desgastando la participación y generando escepticismo entre la población, porque nunca se cumple lo acordado. Esto sucede porque no se anclan a estructuras estables de participación, como serían los Foros y las Juntas.
La otra gran falencia de las políticas públicas educativas ha sido la descentralización, prometida en la Constitución de 1991. En vez de permitir que las entidades territoriales adecuen las políticas a sus realidades, y tejan alternativas innovadoras desde sus territorios, se inventaron unos procesos de certificación de dichas entidades, para que administren los exiguos recursos que el Sistema General de Participación, antes Situado Fiscal, les entrega. Dichos recursos no alcanzan, sino para pagar nóminas y hacer pequeñas obras de mantenimiento, además de negociar con lo que se destina para la alimentación escolar. Las entidades territoriales, y menos la población, siente suya la tarea educativa, porque le ha sido enajenada su voluntad política para tomar decisiones inteligentes de largo aliento.
La mal llamada calidad de la educación se volvió una entelequia que solamente sirve para que la tecnocracia haga cuentas con fórmulas econométricas para saber cómo convertir los aprendizajes estandarizados en riqueza y en productividad económica. En vez de ello, lo que la Constitución nos dice es que hablemos del Derecho a la Educación, porque la educación no es un asunto de la economía, sino un derecho humano, y esto no se ha querido asumir de manera explícita en nuestras políticas educativas. Por eso decimos en la carta que debemos “Volver a pensar (…) nuestra educación como un acontecimiento humano, crítico, transformativo y contextuado y no solo como un hecho económico, de naturaleza instrumental y técnico-administrativo”. Esto supone interrogar la escuela y la universidad de hoy.
Estamos seguros de que por fin este gobierno generará los cambios que estamos esperando desde cuando la Constitución declaró la educación un Derecho humano fundamental que debe ser garantizado por el Estado. Esto pasa por la gratuidad y la obligatoriedad de la misma. Aunque advertimos que en el Plan Nacional de Desarrollo no vemos la contundencia de este mandato plasmado en un programa que le dé un verdadero giro a las contrarreformas neoliberales, si creemos que las líneas gruesas que animan el Plan pueden orientar unos programas ambiciosos que den inicio a una transición educativa, y nos lleven a considerarla, por fin, un derecho humano fundamental y un asunto de todos y todas.