Estamos preparados para vivir y no para morir, pero siempre, desde el primer día de vida, la muerte nos espera, al acecho. La línea que nos separa de ella es tenue. La muerte puede venir de adentro o de afuera de nosotros. No se puede vivir sin estar expuestos a la muerte y no aceptamos su constante compañía a nuestro lado. Rechazamos el solo pensamiento de que también, como todos, nos encontraremos con ella al final de la vida, a pesar de que nunca se ha separado de nosotros.
Siempre son otros los que mueren y cada muerto nos satisface secretamente porque confirma nuestra propia supervivencia, la superioridad de nuestra vida sobre la muerte ajena. La vida se nos presenta como un abanico de posibilidades, un potencial ilimitado, un reino de libertad y libre albedrío que espera ser explorado para construir una historia propia que solo podrá ser contada al final, cuando la muerte reclame su dominio, potencial que se va agotando a medida que optamos por alguna alternativa y que solo se realiza a medida que lo perdemos.
La conciencia de nuestra identidad aparece desde el momento en que nos separamos de la madre y descubrimos la terrible desgarradura de ser un cuerpo que late fuera y que depende de ella para sobrevivir. Mientras lo habita, el alma usa el cuerpo para expandir la conciencia personal, conectada con la conciencia universal, y por eso tiene existencia propia con vocación de eternidad, no sujeta a la contingencia de la muerte, como el cuerpo. Somos almas que aprendemos a vivir en cuerpos destinados a morir.
Estamos atrapados transitoriamente en el espacio y el tiempo, con una conciencia local y una superior, de la que emanan la creatividad, la intuición, la premonición y la inspiración, como atestiguan los grandes creadores y los místicos, los chamanes y quienes han tenido experiencias cercanas a la muerte, que regresan de ella refiriendo el encuentro con almas que trascendieron y nos esperan para acompañarnos en la continuación de la vida en una nueva dimensión espiritual. La muerte individual es una transición a otra dimensión vibracional más elevada, cuando nuestra supraconciencia abandona el cuerpo y comienza su regreso al campo de la conciencia universal.
Como dijo Nicolás Gómez Dávila: “Dios es la palabra con la que le decimos al universo que no es todo”. O como dice Christopher Langan, el hombre vivo con el mayor cociente intelectual del mundo: “Dios es la identidad última de la realidad”. Para Nicola Tesla, que unió ciencia y espiritualidad en una teoría del todo, Dios es la suma de fuerzas universales —energía, vibración y frecuencia— reunidas en un patrón inteligente de creación.
Al comprenderla así, desaparece el temor a la muerte y esa comprensión nos prepara para el juicio que haremos sobre la experiencia vivida y los aprendizajes que nos faltan para integrarnos de lleno en el mundo espiritual que habitaremos, nuestro verdadero hogar, al final de nuestra evolución, que puede tomar muchas vidas. La energía más alta que mueve ese mundo espiritual es el amor, y el mal que hayamos causado a los demás con nuestra conducta aparecerá patente a nuestros ojos como nuestra transgresión a la ley del amor, que nos impide vivir en plenitud.
Entender que la muerte es un nuevo comienzo en otra dimensión también cambia la vida presente, porque revela lo verdaderamente importantes que son el amor, la bondad, la compasión, la hermandad y la paz, para que todos podamos cumplir nuestro programa de realización como humanos, que formamos parte de un mismo todo con el universo inteligente que nos creó.
Estamos preparados para vivir y no para morir, pero siempre, desde el primer día de vida, la muerte nos espera, al acecho. La línea que nos separa de ella es tenue. La muerte puede venir de adentro o de afuera de nosotros. No se puede vivir sin estar expuestos a la muerte y no aceptamos su constante compañía a nuestro lado. Rechazamos el solo pensamiento de que también, como todos, nos encontraremos con ella al final de la vida, a pesar de que nunca se ha separado de nosotros.
Siempre son otros los que mueren y cada muerto nos satisface secretamente porque confirma nuestra propia supervivencia, la superioridad de nuestra vida sobre la muerte ajena. La vida se nos presenta como un abanico de posibilidades, un potencial ilimitado, un reino de libertad y libre albedrío que espera ser explorado para construir una historia propia que solo podrá ser contada al final, cuando la muerte reclame su dominio, potencial que se va agotando a medida que optamos por alguna alternativa y que solo se realiza a medida que lo perdemos.
La conciencia de nuestra identidad aparece desde el momento en que nos separamos de la madre y descubrimos la terrible desgarradura de ser un cuerpo que late fuera y que depende de ella para sobrevivir. Mientras lo habita, el alma usa el cuerpo para expandir la conciencia personal, conectada con la conciencia universal, y por eso tiene existencia propia con vocación de eternidad, no sujeta a la contingencia de la muerte, como el cuerpo. Somos almas que aprendemos a vivir en cuerpos destinados a morir.
Estamos atrapados transitoriamente en el espacio y el tiempo, con una conciencia local y una superior, de la que emanan la creatividad, la intuición, la premonición y la inspiración, como atestiguan los grandes creadores y los místicos, los chamanes y quienes han tenido experiencias cercanas a la muerte, que regresan de ella refiriendo el encuentro con almas que trascendieron y nos esperan para acompañarnos en la continuación de la vida en una nueva dimensión espiritual. La muerte individual es una transición a otra dimensión vibracional más elevada, cuando nuestra supraconciencia abandona el cuerpo y comienza su regreso al campo de la conciencia universal.
Como dijo Nicolás Gómez Dávila: “Dios es la palabra con la que le decimos al universo que no es todo”. O como dice Christopher Langan, el hombre vivo con el mayor cociente intelectual del mundo: “Dios es la identidad última de la realidad”. Para Nicola Tesla, que unió ciencia y espiritualidad en una teoría del todo, Dios es la suma de fuerzas universales —energía, vibración y frecuencia— reunidas en un patrón inteligente de creación.
Al comprenderla así, desaparece el temor a la muerte y esa comprensión nos prepara para el juicio que haremos sobre la experiencia vivida y los aprendizajes que nos faltan para integrarnos de lleno en el mundo espiritual que habitaremos, nuestro verdadero hogar, al final de nuestra evolución, que puede tomar muchas vidas. La energía más alta que mueve ese mundo espiritual es el amor, y el mal que hayamos causado a los demás con nuestra conducta aparecerá patente a nuestros ojos como nuestra transgresión a la ley del amor, que nos impide vivir en plenitud.
Entender que la muerte es un nuevo comienzo en otra dimensión también cambia la vida presente, porque revela lo verdaderamente importantes que son el amor, la bondad, la compasión, la hermandad y la paz, para que todos podamos cumplir nuestro programa de realización como humanos, que formamos parte de un mismo todo con el universo inteligente que nos creó.