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Colombia se expone al peor riesgo de los procesos de paz: fracasar en la rápida implementación del posconflicto y pasar a una etapa muy extraña, en la que no hay conflicto armado explícito pero tampoco hay paz en los territorios afectados por la guerra, sino un proceso de mutación de los conflictos anteriores y de reemplazo de grupos armados por nuevas bandas del crimen organizado.
El diccionario define la displicencia como “desaliento en la realización de una cosa, por dudar de su bondad o de su éxito” y también como “desagrado o indiferencia en el trato”. Ambos significados iluminan lo que está ocurriendo con las tareas del posconflicto y describen el estado de ánimo de algunos de los principales encargados de cumplir los compromisos del acuerdo de paz. Esos sentimientos de desaliento, desagrado e indiferencia en el trato reflejan el odio y desprecio acumulados contra las guerrillas, y son exacerbados por el oportunismo político del senador Uribe, quien a su vez articula los intereses de las clases rentistas emergentes que prosperaron con la guerra de guerrillas.
Esa displicencia contrasta abiertamente con la esperanza de los campesinos que sí vivieron la guerra como víctimas, que sienten que la paz las reconoce como agentes de una transformación social profunda que haga realidad sus derechos siempre postergados, y de los jóvenes, que esperan que la paz les devuelva el país de oportunidades que les fue expropiado por el miedo a la violencia. La esperanza defraudada conduce a la frustración, que incuba nueva violencia.
El acuerdo de paz con las Farc, sumado al que se alcance con el Eln, contiene la promesa de una apertura democrática para que las comunidades tengan voz y voto en sus territorios para desarrollarlos desde abajo, con la suma de esfuerzos de todos y con beneficios bien repartidos, no para las multinacionales ni los grandes rentistas de la tierra que pertenece a todos. El acuerdo de paz, además, traza la ruta para integrar los territorios periféricos al desarrollo, con una reforma rural integral que reconozca el derecho a tener bienes públicos esenciales para la dignidad humana, como tierra fértil bien localizada, agua potable, vivienda, educación y salud.
Es notable el contraste entre el enorme esfuerzo que condujo a la paz con las Farc, que contó con el liderazgo de Humberto De La Calle y la inteligencia estratégica de Sergio Jaramillo, con la displicencia con la que se ha manejado el posconflicto, con retraso en todas las tareas y sin un líder asertivo que impulse el trabajo con decisión y entusiasmo. Las Farc, por su parte, aunque cumplieron los compromisos de entrega de armas y desmovilización de combatientes, tampoco aceptaron usar el experimentado aparato de reintegración del Gobierno, que les hubiera ahorrado la deserción y desbandada individual de sus miembros y hubiera facilitado su educación y capacitación para el trabajo.
El presidente Santos entregará a su sucesor un país sin conflicto armado y sin posconflicto organizado, con un mayor riesgo de reciclar la violencia. La campaña electoral definirá si los colombianos elegimos a quienes se comprometen a cumplir los acuerdos de paz, o si le dan un cheque en blanco a quienes prometen volverlos trizas y regresarnos al pantano sin salida de la guerra interna.
alejandroreyesposada.wordpress.com