Las guahibiadas del Llano y la matanza de Planas
Hasta finales de los 60, hace menos de 50 años, se practicaba la cacería de indígenas guahibo en Casanare, Meta y Vichada, como una práctica de algunos finqueros que se estaban apropiando de grandes extensiones de sabanas para pastar ganados y querían que los indígenas abandonaran sus territorios. En la última masacre de 1968, en la finca La Rubiera, los colonos invitaron a una familia indígena a un sancocho en la casa principal del hato, y, una vez comieron, los asesinaron a todos a tiros de carabina, incluyendo bebés de brazos colgados a sus madres. En el juicio que se hizo en Villavicencio, el abogado Pedraza, que defendía a los vaqueros, alegó que matar indios no era delito, pues era una costumbre ancestral del Llano para defender las reses de los indígenas que las cazaban para comer, igual que hacían con venados y dantas.
En esos años un exinspector de policía, Rafael Jaramillo Ulloa, creó una cooperativa en San Rafael de Planas, para comerciar las artesanías de palma de cumare en Villavicencio y traer alimentos y enseres a precios justos para los indígenas. Los colonos y comerciantes locales les hicieron la vida imposible a Jaramillo y los socios de la cooperativa, hasta que éstos decidieron defenderse y organizaron un pequeño grupo, armados con una o dos escopetas y sus arcos con flechas, lo que encendió la alarma en todo el Llano, cuyos voceros denunciaron que había surgido una guerrilla indígena encabezada por un blanco civilizado y clamaron por la intervención del Ejército.
El Gobierno envió el Batallón Vargas a la región de Planas, al suroriente de Puerto Gaitán. Los caseríos indígenas, dispersos en una inmensa región de las sabanas, habían quedado vacios porque sus pobladores se escondieron en los bosques de galería para huir del Ejército. El llanto de los bebés los delató muy pronto y algunos indígenas cayeron en poder de las tropas. Como nadie daba razón de los que habían huido hacia las selvas del Guaviare y Jaramillo desapareció sin dejar rastro, se endureció la represión con torturas y asesinatos de algunos indígenas. Éstos denunciaron la situación al padre Ignacio González, quien trabajaba a favor de los guahibo, y éste la comunicó a las demás congregaciones misioneras reunidas en un congreso en Villavicencio. La denuncia fue amplificada por el padre Gustavo Pérez Ramírez, compañero del cura Camilo Torres, y tuvo eco nacional e internacional en los meses siguientes. Jorge Silva y Marta Rodríguez hicieron después una película documental sobre la matanza de Planas.
Como coordinador de Asuntos Indígenas del Ministerio de Gobierno, investigué las denuncias y envié una carta al comandante del Batallón Vargas, coronel José Rodríguez, pidiéndole que investigara y sancionara a los responsables, pero mi sorpresa provino de la reacción del nuevo ministro de Gobierno, Joaquín Vallejo Arbeláez, cuando recibió copia de la carta al coronel. El ministro me dijo: “¿Cómo se le ocurrió enviar esa carta al Ejército? Le ordeno que viaje de inmediato a Villavicencio y le pida el favor al coronel de que le devuelva la carta y la tome como no escrita, pues no estaba autorizada por el ministro”. Me explicó que la situación política del Gobierno era muy difícil, porque había quedado la duda del robo de elecciones a Gustavo Rojas Pinilla, y la estabilidad del Gobierno de Misael Pastrana dependía de la lealtad del Ejército y yo la estaba poniendo en riesgo con mi carta. Me negué a hacerlo, pues mi deber legal era defender a los indígenas, y presenté renuncia a mi cargo. El pacto de apoyo mutuo entre élites civiles y militares ha jugado un gran papel en la apropiación violenta del territorio.
alejandroreyesposada.wordpress.com
Hasta finales de los 60, hace menos de 50 años, se practicaba la cacería de indígenas guahibo en Casanare, Meta y Vichada, como una práctica de algunos finqueros que se estaban apropiando de grandes extensiones de sabanas para pastar ganados y querían que los indígenas abandonaran sus territorios. En la última masacre de 1968, en la finca La Rubiera, los colonos invitaron a una familia indígena a un sancocho en la casa principal del hato, y, una vez comieron, los asesinaron a todos a tiros de carabina, incluyendo bebés de brazos colgados a sus madres. En el juicio que se hizo en Villavicencio, el abogado Pedraza, que defendía a los vaqueros, alegó que matar indios no era delito, pues era una costumbre ancestral del Llano para defender las reses de los indígenas que las cazaban para comer, igual que hacían con venados y dantas.
En esos años un exinspector de policía, Rafael Jaramillo Ulloa, creó una cooperativa en San Rafael de Planas, para comerciar las artesanías de palma de cumare en Villavicencio y traer alimentos y enseres a precios justos para los indígenas. Los colonos y comerciantes locales les hicieron la vida imposible a Jaramillo y los socios de la cooperativa, hasta que éstos decidieron defenderse y organizaron un pequeño grupo, armados con una o dos escopetas y sus arcos con flechas, lo que encendió la alarma en todo el Llano, cuyos voceros denunciaron que había surgido una guerrilla indígena encabezada por un blanco civilizado y clamaron por la intervención del Ejército.
El Gobierno envió el Batallón Vargas a la región de Planas, al suroriente de Puerto Gaitán. Los caseríos indígenas, dispersos en una inmensa región de las sabanas, habían quedado vacios porque sus pobladores se escondieron en los bosques de galería para huir del Ejército. El llanto de los bebés los delató muy pronto y algunos indígenas cayeron en poder de las tropas. Como nadie daba razón de los que habían huido hacia las selvas del Guaviare y Jaramillo desapareció sin dejar rastro, se endureció la represión con torturas y asesinatos de algunos indígenas. Éstos denunciaron la situación al padre Ignacio González, quien trabajaba a favor de los guahibo, y éste la comunicó a las demás congregaciones misioneras reunidas en un congreso en Villavicencio. La denuncia fue amplificada por el padre Gustavo Pérez Ramírez, compañero del cura Camilo Torres, y tuvo eco nacional e internacional en los meses siguientes. Jorge Silva y Marta Rodríguez hicieron después una película documental sobre la matanza de Planas.
Como coordinador de Asuntos Indígenas del Ministerio de Gobierno, investigué las denuncias y envié una carta al comandante del Batallón Vargas, coronel José Rodríguez, pidiéndole que investigara y sancionara a los responsables, pero mi sorpresa provino de la reacción del nuevo ministro de Gobierno, Joaquín Vallejo Arbeláez, cuando recibió copia de la carta al coronel. El ministro me dijo: “¿Cómo se le ocurrió enviar esa carta al Ejército? Le ordeno que viaje de inmediato a Villavicencio y le pida el favor al coronel de que le devuelva la carta y la tome como no escrita, pues no estaba autorizada por el ministro”. Me explicó que la situación política del Gobierno era muy difícil, porque había quedado la duda del robo de elecciones a Gustavo Rojas Pinilla, y la estabilidad del Gobierno de Misael Pastrana dependía de la lealtad del Ejército y yo la estaba poniendo en riesgo con mi carta. Me negué a hacerlo, pues mi deber legal era defender a los indígenas, y presenté renuncia a mi cargo. El pacto de apoyo mutuo entre élites civiles y militares ha jugado un gran papel en la apropiación violenta del territorio.
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