Si el presidente Petro quiere ser pionero mundial en una política de descarbonización no basta con clamar en foros mundiales para salvar el Amazonas. Puede proponer una legislación nacional que proteja las funciones ambientales estratégicas de los suelos, cuyos organismos vivos son capaces de capturar y almacenar el carbono acumulado en la atmósfera, producir alimentos y regular el sistema hídrico, y que están siendo atacados mecánica y químicamente hasta su eliminación. De hecho, son el bien más valioso del patrimonio ambiental del país y están virtualmente desprotegidos por el derecho, que no los considera un bien digno de protección legal contra su mal uso y su destrucción sistemática por malas prácticas de manejo.
La destrucción de los suelos ya está pasando una factura de cobro muy alta a Colombia, pues han perdido la capacidad de almacenar agua y carbono, y convierten cada invierno en derrumbes e inundaciones, como el que cortó la vía Panamericana en Rosas. Se observa en las imágenes del deslizamiento que los taludes de montaña empinados sobre la carretera están deforestados con potreros de pasto, que impermeabilizan la tierra y no infiltran ni almacenan suficiente agua y debían ser áreas de conservación de los bosques nativos.
El monopolio de las tierras planas forzó una colonización campesina que sube por las montañas andinas para cultivar en pendientes muy erosionables por gravedad, que, si están sobre los taludes de las carreteras, ocasionan derrumbes sobre las vías, infartando la economía. Es mucho más barato bajar a los ocupantes de esas parcelas a tierras planas que reconstruir las bancas de las vías cada año. La ley de suelos debe prohibir la deforestación de las áreas pendientes de montaña, que deben estar fuera de la frontera agraria.
Los productores de las grandes planicies agrícolas donde se siembra el arroz, la caña, el banano y la palma, la papa y hortalizas aran los suelos y los llenan de fertilizantes químicos y venenos, con lo que los erosionan y compactan, iniciando el proceso de desertificación, mientras contaminan las quebradas y ríos. Toda la agricultura convencional está fundada en un principio de minería de suelos, a costa de la vida orgánica que funda la fertilidad natural, causando un daño enorme al ambiente, la biodiversidad y la vida animal y humana. Si hubiera justicia ambiental, la ley debería sancionar las prácticas de maltrato de los suelos, que se mide por la pérdida de materia orgánica, que se escurre como sedimentos que colmatan los cauces de los ríos.
El problema es que son otros quienes pagan los daños del mal manejo de los suelos. La desecación de las ciénagas del alto Sinú por los ganaderos la pagan con inundaciones los agricultores del Bajo Sinú, la erosión causada por la caña del Valle sedimenta el río Cauca e inunda periódicamente el Bajo Cauca y La Mojana, igual que los sedimentos de los suelos de Tolima y Huila inundan las planicies bajas del río Magdalena.
La agricultura regenerativa u orgánica, los cultivos silvopastoriles, la siembra directa sin arado, las coberturas verdes y los abonos orgánicos deberían ser estimulados con subsidios y exenciones, mientras la agricultura destructora de suelos, o minería de suelos, debería ser desestimulada legalmente, y la pérdida de materia orgánica debería ser sancionada en el mercado con la pérdida de valor de la tierra y con impuestos que compensen los daños que ocasionan.
Si el presidente Petro quiere ser pionero mundial en una política de descarbonización no basta con clamar en foros mundiales para salvar el Amazonas. Puede proponer una legislación nacional que proteja las funciones ambientales estratégicas de los suelos, cuyos organismos vivos son capaces de capturar y almacenar el carbono acumulado en la atmósfera, producir alimentos y regular el sistema hídrico, y que están siendo atacados mecánica y químicamente hasta su eliminación. De hecho, son el bien más valioso del patrimonio ambiental del país y están virtualmente desprotegidos por el derecho, que no los considera un bien digno de protección legal contra su mal uso y su destrucción sistemática por malas prácticas de manejo.
La destrucción de los suelos ya está pasando una factura de cobro muy alta a Colombia, pues han perdido la capacidad de almacenar agua y carbono, y convierten cada invierno en derrumbes e inundaciones, como el que cortó la vía Panamericana en Rosas. Se observa en las imágenes del deslizamiento que los taludes de montaña empinados sobre la carretera están deforestados con potreros de pasto, que impermeabilizan la tierra y no infiltran ni almacenan suficiente agua y debían ser áreas de conservación de los bosques nativos.
El monopolio de las tierras planas forzó una colonización campesina que sube por las montañas andinas para cultivar en pendientes muy erosionables por gravedad, que, si están sobre los taludes de las carreteras, ocasionan derrumbes sobre las vías, infartando la economía. Es mucho más barato bajar a los ocupantes de esas parcelas a tierras planas que reconstruir las bancas de las vías cada año. La ley de suelos debe prohibir la deforestación de las áreas pendientes de montaña, que deben estar fuera de la frontera agraria.
Los productores de las grandes planicies agrícolas donde se siembra el arroz, la caña, el banano y la palma, la papa y hortalizas aran los suelos y los llenan de fertilizantes químicos y venenos, con lo que los erosionan y compactan, iniciando el proceso de desertificación, mientras contaminan las quebradas y ríos. Toda la agricultura convencional está fundada en un principio de minería de suelos, a costa de la vida orgánica que funda la fertilidad natural, causando un daño enorme al ambiente, la biodiversidad y la vida animal y humana. Si hubiera justicia ambiental, la ley debería sancionar las prácticas de maltrato de los suelos, que se mide por la pérdida de materia orgánica, que se escurre como sedimentos que colmatan los cauces de los ríos.
El problema es que son otros quienes pagan los daños del mal manejo de los suelos. La desecación de las ciénagas del alto Sinú por los ganaderos la pagan con inundaciones los agricultores del Bajo Sinú, la erosión causada por la caña del Valle sedimenta el río Cauca e inunda periódicamente el Bajo Cauca y La Mojana, igual que los sedimentos de los suelos de Tolima y Huila inundan las planicies bajas del río Magdalena.
La agricultura regenerativa u orgánica, los cultivos silvopastoriles, la siembra directa sin arado, las coberturas verdes y los abonos orgánicos deberían ser estimulados con subsidios y exenciones, mientras la agricultura destructora de suelos, o minería de suelos, debería ser desestimulada legalmente, y la pérdida de materia orgánica debería ser sancionada en el mercado con la pérdida de valor de la tierra y con impuestos que compensen los daños que ocasionan.