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Desaparición forzada

Alfredo Molano Bravo
26 de abril de 2008 - 02:59 a. m.
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ERA YO NIÑO AÚN CUANDO UN pariente de mi mamá, el Mono Osorio, desapareció del mapa. Era un hombre de teatro y había estado haciendo una presentación de su número en los Llanos Orientales en alguno de los batallones del Ejército con que Laureano Gómez perseguía a muerte a los 10.000 guerrilleros de Guadalupe Salcedo.

Regresaba con su compañía de teatro en uno de esos fantásticos DC-3 hacia Bogotá y el avión nunca llegó a su destino. Y peor, nunca aparecieron los restos del aparato ni de sus ocupantes. La familia agotó todas las posibilidades: hospitales, cárceles, alcaldías, cuarteles, cementerios, baquianos, brujos. Nada, ni razón chica ni grande. Anita, su mujer, no sabía si vestirse de negro o no. Cualquier alternativa era terrible.

La incertidumbre sobre una desaparición, más si es forzada, representa un dolor incesante, una herida abierta. Sin ver el cadáver nadie puede dar por muerto a un ser querido… no hay un punto final... el duelo queda en un suspenso taladrante… no hay muerte física ni legal… la vida queda en el aire… a la muerte no le sigue un llanto cierto sino un limbo... las puertas y ventanas de su casa quedan siempre abiertas a la espera de un quizá no, o  quizá sí. Al tormento de la ausencia se le añade el dolor de la duda.

El presentimiento o la seguridad de que la desaparición fue forzada, de que alguna autoridad tomó la decisión, de que se le hizo el daño con brutalidad y de que alguien oyó el último grito prolongan su agonía en la gente que amó. ¡Monstruoso! El desaparecido no está en ningún sitio. Ni en la selva ni en una caleta, ni en una cárcel. O puede estarlo. No está enfermo ni sano. Ni picado por zancudos ni caminando. O puede estarlo. Nada piden por el ser querido. Nadie pide nada, el daño queda hecho para siempre. Ningún grito llega, ninguna queja hace curso. La autoridad arropa —frase de moda— con silencio y balbuceos la impunidad.

En Colombia, desde los años 70 cuando la doctrina de Seguridad Nacional fue impuesta, ha habido, según Gloria Gómez, directora de la Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (Asfades) unos 15.000 ciudadanos desaparecidos, tres o cuatro personas cada día. El Estado colombiano reconoció hace poco el atroz crimen de la desaparición como un delito, gracias, claro está, a la persistencia de los dolientes que no han podido ser callados ni con nuevas desapariciones ni con plata ni con amenazas. Asfades lleva 25 años golpeando puertas, haciendo denuncias, tratando de que el Estado, responsable por omisión o por acción, ponga la cara.

Los familiares siguen con sus cruces blancas y las fotos descoloridas de sus seres queridos de instancia en instancia y de plaza en plaza. Rechazan, con razones fundadas, la nueva leyecita de Verdad, Justicia y Reparación: la verdad, porque ella es definida por el victimario; la justicia, porque no aceptan perpetuar la impunidad, y la reparación, porque no aceptan cheques ni monumentos.

En Bogotá se reúne este fin de semana el Tribunal Internacional de los Pueblos, un organismo sucesor del Tribunal Russell que, junto con Sartre y Carpentier Weiss, fundó Bertrand Russell, filósofo inglés y matemático, ganador del Premio Nobel de Literatura. El viejo, con su cara en alto, su sombrero alón de fieltro y su mirada altanera fue la protesta viva contra la guerra de Vietnam, y el tribunal siguió siéndolo contra toda guerra, contra toda violación de los DD.HH., contra todo crimen de lesa humanidad, como son la desaparición forzada, la mutilación, la tortura, el secuestro y todas esas bestialidades que continúan sucediendo aquí en total impunidad.

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