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El corredor de la muerte

Alfredo Molano Bravo
24 de abril de 2016 - 02:43 a. m.
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Cuando se está joven, todo hace pensar a uno que nunca llegará la vejez, ni la muerte ni las enfermedades. Y todo llega con el paso despiadado del segundero y a veces sin él.

En las puertas de los hospitales de todo el país, la gente se apeñusca tratando de que el portero de la sala de urgencias le permita, en un descuido, meter una rodilla, un pie, un dedo, para quedar medio adentro y decirle desde afuera que uno se está muriendo. ¡Son despiadados los porteros! Los han amaestrado para ser brutales, fríos y sordos. Y ciegos porque no ven ni siquiera la sangre de los heridos que llegan en un taxi, en una ambulancia o simplemente cojeando. “Son órdenes”, dicen y cierran. Les han dado ese poder y lo usan y abusan de él como de ellos abusan las empresas que los contratan.

Con muchas horas a cuestas, rabias contenidas, fantasías criminales, se pasa el primer retén. Y se entra al segundo: un escritorio que es una trinchera donde un set de enfermeras se defiende de ceder a las urgencias, “regáleme un momentico”, dicen al recién llegado. Y nunca regresan. O si regresan, no miran; y si miran, no oyen; y si oyen, nada pueden hacer porque dependen de órdenes superiores dadas por un computador programado por un ejecutivo que responde a los mezquinos intereses económicos de la empresa.

En la sala de urgencias, frente al escritorio donde las enfermeras llenan y llenan formularios misteriosos –o miran impávidas la televisión– están los pacientes, los candidatos a ser atendidos en algún minuto del día o de la noche de esa semana o de la próxima. Son salas que parecieran haber sido trasladadas de cualquier transmilenio: repletas de gente asfixiándose por la falta de aire, sentada, acurrucada o tirada en el suelo; quejándose del dolor, ahogándose en sangre, aterrada del miedo. Miran al suelo y al cielo; nadie mira a nadie. Las enfermeras pasan y pasan, los médicos miran desde las puertas entreabiertas de sus consultorios, temen a los pacientes. Un murmullo sordo de dolor y de silencio se aposenta en la sala, crece y retumba.

De golpe se oye un nombre propio y el dueño pasa a un cuarto para ser valorada su emergencia. Muchos no pasan el examen porque nada se les ve o porque llevan puestos siglos de dolor. Otros pasan el examen y llegan al corredor. Una sucursal avanzada de la sala de emergencias. Son los casos más graves, los casos en que el peligro es inminente. Las enfermeras miran desde su refugio hecho de pared, puerta y vidrio. Hay un huequito donde ponen la oreja sin mirar al enfermo que gasta su último aliento en decir su nombre. Si no cae desmayado, la enfermera le dice: “Tome asiento, regáleme un momentico, ya viene el doctor”. El doctor aparece como la virgen en el purgatorio de tanto en tanto para preguntarle al moribundo de qué se está muriendo. “No sé, doctor, me morí ayer esperándolo”.

En el corredor de la muerte los enfermos van adquiriendo una cara solemne de dolor sin esperanza, un rictus preagónico, una palidez terminal. Casi ninguno se queja; los que pueden sostienen con su mano en alto una botella de suero; otros presionan con sus dedos un emplasto de gasa para no chorrear de sangre el piso del hospital, un piso que nunca se trapea, donde no hay canecas, donde no entra una gota de aire limpio, donde las camillas son asignadas por la enfermera jefe a ruego, guiño, o el siempre sugerente “colabóreme”. Otros simplemente son ya cadáveres. Después de tres o cuatro días de banca o de silla de ruedas, el sobreviviente puede ser llamado a tenderse en una camilla mientras llega el doctor. Y cuando llega, pasan al enfermo a una sala de cirugía y –digamos– lo operan. Lo operan… A veces coincide la operación con el síntoma. A veces no. A veces una apendicitis se convierte en una peritonitis en el corredor de la muerte frente a todo el mundo; otras, lo operan de lo que tenía el paciente anterior; otras veces tienen que pasar al paciente de nuevo al quirófano. En ocasiones, el enfermo grita y agoniza al lado de sus compañeros de espera. Los médicos tienen una cuota obligatoria de operaciones. Y operan a diestra y siniestra. A veces, el enfermo se alivia y después de pasar por un cuarto compartido, vuelve al corredor a esperar de nuevo, engarrotado de ansiedad, los resultados de los exámenes, sentado en una silla de ruedas.

El portero, las enfermeras, los médicos son administrados por la rentabilidad de las empresas llamadas de salud, que, como toda empresa de salud –o de chorizos–, debe optimizar sus ganancias para que, llegado el momento, el gerente se pierda con la caja fuerte y con su auxiliar de contabilidad. Con suerte, el Gobierno –si lo busca– lo encuentra en Panamá o en las Islas Caimán. Y nada pasa. Y todo sigue igual. ¿Qué pasaría en Colombia si pasa lo que pasó en Ecuador?

Naturalmente, me refiero al régimen subsidiado.

 

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