CASI TODOS LOS QUE EN ESTOS DÍAS escribirán sobre Gaitán al cumplirse 60 años de su asesinato, dirán que todo ha sido ya escrito sobre este caudillo que hizo temblar los cimientos de un régimen político que desde entonces no ha hecho más que ponerse al día sin ceder un milímetro a las demandas de la gente. Cuando se lee hoy su Oración por la Paz, que leyó días antes del crimen en la Plaza de Bolívar, golpea su terrible vigencia.
Gaitán sentenció, sin pretensión ni arrogancia: “sin mí no hay paz”. Tenía la plena certeza de que sus ideas estaban fundadas en una aspiración popular y en un sentido de la historia como ningún otro político ha tenido nunca en el país. A los profetas los titula la historia; Gaitán no necesitó de esa sanción. No dudó de una alerta que conversó, expuso, escribió y al fin gritó desesperado. Estaba tan seguro de lo que se le venía al país encima, que hasta pronosticó su propia muerte.
Había logrado penetrar el oscuro cuerpo del poder político, conocer los hilos del poder económico y palpar la diabólica arrogancia de la oligarquía. Tocó su nervio: sabía que él sería de los primeros en caer y que tras él vendría el resto: una multitud que no acaba de pasar. Desde su vehemente denuncia de los crímenes de las bananeras —donde descubrió que los generales usan ante todo las rodillas— hasta sus luchas en el Tequendama y en Chaparral, Gaitán martilló la inaplazable y urgente reforma del régimen de tenencia de la tierra. López Pumarejo había abierto las exclusas al gran tropel con la función social de la propiedad, Gaitán sacó la fórmula del papel y la sembró en las tierras de Sumapaz, Fusagasugá, Natagaima, Puerto Wilches. Lo mataron.
La gente se levantó, se armó, gritó y la mataron. Huyó, se armó y la mataron. Y la matan huyendo, escondida, en la calle gritando, en la casa durmiendo. La matan, la matan, y todo sigue igual. Han rutinizado a tal punto el asesinato que lo trivializaron, vulgarizaron y en esa pila de cadáveres han hecho una trinchera para seguir disparando. Se han ensañado con la gente que grita o que puede gritar o que no grita y calla. Los fusiles y las motosierras son implacables. Desde el gran Burundu hasta el gran caballista, el país de abajo no ha dejado de poner muertos por la simple y llana demanda de justicia, aun la mínima, la consignada en la ley.
Se mata argumentando una ley que no se aplica. O que se aplica en la forma que conviene a los asesinos. Gaitán lo vio venir. Quiso evitarle al país miles, quizás ya, como en la España del 39, un millón de muertos. Los contables del régimen no suman, siempre restan. Y borran. Como borran los historiadores oficiales. Es su oficio. Para eso les pagan. Gaitán ha desaparecido de los libros —si los hay— de historia escolar, la que llamábamos historia patria.
En los colegios privados por razones obvias, pero también en los colegios públicos, no sólo Gaitán ha desaparecido, la historia misma ha sido liquidada. Borran la historia o la falsifican para poder seguir haciendo lo que los bolsillos de la oligarquía —como diría Gaitán— ordenan. Las nuevas generaciones, la de mis hijos, saben tanto de Jorge Eliécer Gaitán como nosotros pudimos saber del general Gaitán Obeso: nada.
En los folletos de historia, el Nueve de Abril tiene la misma importancia que el Accidente de Santa Ana, que dejó a Misael Pastrana con esa extraña sonrisita permanente, y que muy pocos de mis lectores saben de que hablo. Se quedarán sin saberlo porque en la internet ese susto de la alta sociedad bogotana del treinta no sale.
CASI TODOS LOS QUE EN ESTOS DÍAS escribirán sobre Gaitán al cumplirse 60 años de su asesinato, dirán que todo ha sido ya escrito sobre este caudillo que hizo temblar los cimientos de un régimen político que desde entonces no ha hecho más que ponerse al día sin ceder un milímetro a las demandas de la gente. Cuando se lee hoy su Oración por la Paz, que leyó días antes del crimen en la Plaza de Bolívar, golpea su terrible vigencia.
Gaitán sentenció, sin pretensión ni arrogancia: “sin mí no hay paz”. Tenía la plena certeza de que sus ideas estaban fundadas en una aspiración popular y en un sentido de la historia como ningún otro político ha tenido nunca en el país. A los profetas los titula la historia; Gaitán no necesitó de esa sanción. No dudó de una alerta que conversó, expuso, escribió y al fin gritó desesperado. Estaba tan seguro de lo que se le venía al país encima, que hasta pronosticó su propia muerte.
Había logrado penetrar el oscuro cuerpo del poder político, conocer los hilos del poder económico y palpar la diabólica arrogancia de la oligarquía. Tocó su nervio: sabía que él sería de los primeros en caer y que tras él vendría el resto: una multitud que no acaba de pasar. Desde su vehemente denuncia de los crímenes de las bananeras —donde descubrió que los generales usan ante todo las rodillas— hasta sus luchas en el Tequendama y en Chaparral, Gaitán martilló la inaplazable y urgente reforma del régimen de tenencia de la tierra. López Pumarejo había abierto las exclusas al gran tropel con la función social de la propiedad, Gaitán sacó la fórmula del papel y la sembró en las tierras de Sumapaz, Fusagasugá, Natagaima, Puerto Wilches. Lo mataron.
La gente se levantó, se armó, gritó y la mataron. Huyó, se armó y la mataron. Y la matan huyendo, escondida, en la calle gritando, en la casa durmiendo. La matan, la matan, y todo sigue igual. Han rutinizado a tal punto el asesinato que lo trivializaron, vulgarizaron y en esa pila de cadáveres han hecho una trinchera para seguir disparando. Se han ensañado con la gente que grita o que puede gritar o que no grita y calla. Los fusiles y las motosierras son implacables. Desde el gran Burundu hasta el gran caballista, el país de abajo no ha dejado de poner muertos por la simple y llana demanda de justicia, aun la mínima, la consignada en la ley.
Se mata argumentando una ley que no se aplica. O que se aplica en la forma que conviene a los asesinos. Gaitán lo vio venir. Quiso evitarle al país miles, quizás ya, como en la España del 39, un millón de muertos. Los contables del régimen no suman, siempre restan. Y borran. Como borran los historiadores oficiales. Es su oficio. Para eso les pagan. Gaitán ha desaparecido de los libros —si los hay— de historia escolar, la que llamábamos historia patria.
En los colegios privados por razones obvias, pero también en los colegios públicos, no sólo Gaitán ha desaparecido, la historia misma ha sido liquidada. Borran la historia o la falsifican para poder seguir haciendo lo que los bolsillos de la oligarquía —como diría Gaitán— ordenan. Las nuevas generaciones, la de mis hijos, saben tanto de Jorge Eliécer Gaitán como nosotros pudimos saber del general Gaitán Obeso: nada.
En los folletos de historia, el Nueve de Abril tiene la misma importancia que el Accidente de Santa Ana, que dejó a Misael Pastrana con esa extraña sonrisita permanente, y que muy pocos de mis lectores saben de que hablo. Se quedarán sin saberlo porque en la internet ese susto de la alta sociedad bogotana del treinta no sale.