La valiente decisión de Alejandro Gaviria, ministro de Salud y Protección Social, coincide con los aires del momento: en EE.UU., la marihuana con fines terapéuticos es legal en 23 estados y para uso recreativo en tres (Oregon, Columbia, Colorado).
Poco a poco se rompe el candado. En Colombia la marihuana fue fumigada en la Sierra Nevada y en Urabá en 1985-1987 y entonces los cultivos migraron hacia EE. UU. Sobre la coca llueve glifosato desde los días en que cayó el Muro de Berlín y la Guerra Fría se acabó. Era necesario, entonces, aceitar el “complejo industrial militar” de que habló Eisenhower, declarando la guerra contra las drogas y la guerra por el petróleo. Se armó una nueva máquina de guerra. El jefe de la DEA, con todos los papeles legalizados y todas las armas necesarias —incluidos contratistas militares— llamó al mandatario colombiano para que aceptara. Y, claro, aceptó y dio las gracias. Las avionetas, con sus barrigas llenas de veneno, protegidas por la Fuerza Aérea, fumigaban a diestra y siniestra. Los colonos y campesinos, a los que las matas de coca les habían caído del cielo, las cultivaban porque sintetizaban las promesas incumplidas de ayuda hechas por los gobiernos. La coca representaba precios estables, ganancias seguras, crédito barato, transporte regalado. Los colonos y campesinos pudieron salir de la crisis crónica en que vivían haciéndoles haciendas a los terratenientes; pudieron entrar al mercado de consumo: comprar un motor, mejorar la casa, llevar a la mujer al salón de belleza. La prohibición y la represión les hicieron la segunda voz: sin represión, los precios se habrían descolgado hasta hacer de la hoja pura maleza. La fumigación llegó también del cielo y su verdadera función fue mantener los precios de la “mercancía” a niveles rentables si la fumigación se incrementaba. La coca desconoce todas las leyes, menos la de oferta y demanda. La máquina de guerra, por esta misma ley, mantenía la guerra como las señoras ponen el arroz: en bajito. El mecanismo no falla. Y así, la guerra se “hacía sostenible”, se reproduce con solo activar los botones de la fumigación.
La aspersión –como se dice para disfrazar la agresión– es también un arma hermana del paramilitarismo puesto que busca desplazar a campesinos y colonos. La tesis de “sacarle el agua al pez” es la estrategia fundamental de la guerra contra la insurrección: quitarle el apoyo campesino a la guerrilla. Los paras lo hacían con las masacres. La fumigación lo hace arruinando sus cultivos, no sólo de coca sino también los que les permiten comer: yuca, plátano, arroz. Más aún, zonas que nada tienen que ver con la coca también son arrasadas porque el veneno “deriva”, es decir, el viento lo dispersa. Mirada bien, la fumigación es una nueva palanca para sacar a los campesinos de las zonas de colonización donde han llegado buscando sobrevivir: Catatumbo, Meta, Guaviare, Magdalena Medio, Perijá, San Lucas, Urabá, bajo Cauca. Han sido expulsados de sus tierras originales, aterrorizándolos. Resisten. Abren monte en otra parte, hacen mejoras y cuando su trabajo está a punto de volver a cosechar: llega de nuevo la avioneta. Lo que los paramilitares hacen en un lado, las fumigaciones lo completan en otro. Formas de lucha.
Pero los colonos, que no tienen miedo a voltear, se van. Punto. Recogen sus motetes y sus críos y se van selva adentro y vuelven a las andadas: tumban y siembran la coca bendita, la que les da lo que se les niega. Y así, haciéndoles la guerra a ellos, que no a la coca –porque la fumigación la reproduce–, han tumbado selvas y selvas, ayudados muy de cerca por la fumigación, lo que de paso permite a las guerrillas crear nuevos frentes y al Gobierno ampliar sus territorios de guerra. Las selvas pagan el pato tanto por el derribe de montaña nueva como por el envenenamiento de sus suelos.
La decisión de Gaviria me parece complementaria, así tenga una cuna distinta, al acuerdo logrado en La Habana sobre erradicación de cultivos ilícitos y al que está en embrión sobre desminado humanitario, que es su condición. Hay poderosos enemigos de estas políticas que, de salir adelante, dejarían a sus interesados, los socios del “complejo industria-militar”, sin contratos. El argumento de Gaviria es limpio y legal: apela al principio de precaución: si el glifosato produce cáncer, hay que prohibirlo. Si el Estado colombiano obligara a sus gobernados a fumar cigarrillo, sabiendo que produce cáncer, ¿no sería un crimen de lesa humanidad tan monstruoso como la cámara de gases de Hitler? ¿Cómo puede condenar a un sector de ciudadanos, los campesinos, a vivir bajo la nube venenosa del glifosato? El ministro Gaviria ha comenzado una guerra contra la guerra, al recomendar suspender las fumigaciones con glifosato. O mejor, contra una de las estrategias que reproducen nuestro conflicto armado.
La valiente decisión de Alejandro Gaviria, ministro de Salud y Protección Social, coincide con los aires del momento: en EE.UU., la marihuana con fines terapéuticos es legal en 23 estados y para uso recreativo en tres (Oregon, Columbia, Colorado).
Poco a poco se rompe el candado. En Colombia la marihuana fue fumigada en la Sierra Nevada y en Urabá en 1985-1987 y entonces los cultivos migraron hacia EE. UU. Sobre la coca llueve glifosato desde los días en que cayó el Muro de Berlín y la Guerra Fría se acabó. Era necesario, entonces, aceitar el “complejo industrial militar” de que habló Eisenhower, declarando la guerra contra las drogas y la guerra por el petróleo. Se armó una nueva máquina de guerra. El jefe de la DEA, con todos los papeles legalizados y todas las armas necesarias —incluidos contratistas militares— llamó al mandatario colombiano para que aceptara. Y, claro, aceptó y dio las gracias. Las avionetas, con sus barrigas llenas de veneno, protegidas por la Fuerza Aérea, fumigaban a diestra y siniestra. Los colonos y campesinos, a los que las matas de coca les habían caído del cielo, las cultivaban porque sintetizaban las promesas incumplidas de ayuda hechas por los gobiernos. La coca representaba precios estables, ganancias seguras, crédito barato, transporte regalado. Los colonos y campesinos pudieron salir de la crisis crónica en que vivían haciéndoles haciendas a los terratenientes; pudieron entrar al mercado de consumo: comprar un motor, mejorar la casa, llevar a la mujer al salón de belleza. La prohibición y la represión les hicieron la segunda voz: sin represión, los precios se habrían descolgado hasta hacer de la hoja pura maleza. La fumigación llegó también del cielo y su verdadera función fue mantener los precios de la “mercancía” a niveles rentables si la fumigación se incrementaba. La coca desconoce todas las leyes, menos la de oferta y demanda. La máquina de guerra, por esta misma ley, mantenía la guerra como las señoras ponen el arroz: en bajito. El mecanismo no falla. Y así, la guerra se “hacía sostenible”, se reproduce con solo activar los botones de la fumigación.
La aspersión –como se dice para disfrazar la agresión– es también un arma hermana del paramilitarismo puesto que busca desplazar a campesinos y colonos. La tesis de “sacarle el agua al pez” es la estrategia fundamental de la guerra contra la insurrección: quitarle el apoyo campesino a la guerrilla. Los paras lo hacían con las masacres. La fumigación lo hace arruinando sus cultivos, no sólo de coca sino también los que les permiten comer: yuca, plátano, arroz. Más aún, zonas que nada tienen que ver con la coca también son arrasadas porque el veneno “deriva”, es decir, el viento lo dispersa. Mirada bien, la fumigación es una nueva palanca para sacar a los campesinos de las zonas de colonización donde han llegado buscando sobrevivir: Catatumbo, Meta, Guaviare, Magdalena Medio, Perijá, San Lucas, Urabá, bajo Cauca. Han sido expulsados de sus tierras originales, aterrorizándolos. Resisten. Abren monte en otra parte, hacen mejoras y cuando su trabajo está a punto de volver a cosechar: llega de nuevo la avioneta. Lo que los paramilitares hacen en un lado, las fumigaciones lo completan en otro. Formas de lucha.
Pero los colonos, que no tienen miedo a voltear, se van. Punto. Recogen sus motetes y sus críos y se van selva adentro y vuelven a las andadas: tumban y siembran la coca bendita, la que les da lo que se les niega. Y así, haciéndoles la guerra a ellos, que no a la coca –porque la fumigación la reproduce–, han tumbado selvas y selvas, ayudados muy de cerca por la fumigación, lo que de paso permite a las guerrillas crear nuevos frentes y al Gobierno ampliar sus territorios de guerra. Las selvas pagan el pato tanto por el derribe de montaña nueva como por el envenenamiento de sus suelos.
La decisión de Gaviria me parece complementaria, así tenga una cuna distinta, al acuerdo logrado en La Habana sobre erradicación de cultivos ilícitos y al que está en embrión sobre desminado humanitario, que es su condición. Hay poderosos enemigos de estas políticas que, de salir adelante, dejarían a sus interesados, los socios del “complejo industria-militar”, sin contratos. El argumento de Gaviria es limpio y legal: apela al principio de precaución: si el glifosato produce cáncer, hay que prohibirlo. Si el Estado colombiano obligara a sus gobernados a fumar cigarrillo, sabiendo que produce cáncer, ¿no sería un crimen de lesa humanidad tan monstruoso como la cámara de gases de Hitler? ¿Cómo puede condenar a un sector de ciudadanos, los campesinos, a vivir bajo la nube venenosa del glifosato? El ministro Gaviria ha comenzado una guerra contra la guerra, al recomendar suspender las fumigaciones con glifosato. O mejor, contra una de las estrategias que reproducen nuestro conflicto armado.