El Estado colombiano no se ha caracterizado propiamente por cumplir lo que promete. O, como dicen por ahí: mucho tilín tilín y pocas paletas. Ninguna de sus ramas tiene buen crédito en la opinión pública. El Congreso sale a deber; los padres de la patria tienen que hacer todo tipo de artimañas para convencer a la ciudadanía, y nada; el 60 % de abstención histórica lo dice con claridad. Las campañas políticas son cada día más costosas porque la gente no cree y esos costos son uno de los resortes de la corrupción. Quien tiene votos, tiene puestos y quien tiene puestos, contratos, que sirven, ante todo, para pagar las cuentas del trajín electoral: publicidad, transporte de clientelas, camisetas, banderitas, festones, tamales, voceadores. El poder judicial tampoco cumple: la impunidad es rampante; las cárceles están llenas de presos sin condena, los jueces se alzan de hombros. ¿Y el Ejecutivo? Todos sabemos que aquí la ley es la del embudo: lo ancho para ellos, lo angosto para uno. Y ese uno —¡esos millones!— sumados terminan por no creer. El Estado se desacredita, o mejor, se deslegitima con el incumplimiento sistemático. En gran parte del país no hay Estado y la gente se las arregla para sustituirlo. Reconozco que la máquina es lenta, torpe, paquidérmica, que un paso supone mil pasos antes de poder darse; que un contrato pasa por mil firmas y enredos antes de ser una realidad. La herencia santanderista es una fábrica de parágrafos, incisos y otrosíes que paralizan el Estado. Pero hoy se está jugando con candela.
La agenda acordada con las Farc para la dejación de armas tiene en una situación difícil al Gobierno. Los papeleos para la construcción de los campamentos son dispendiosos. Los contratistas, acostumbrados al incumplimiento de los gobiernos, se dan su tiempo. Los presos de las Farc no salen de las cárceles porque a los jueces se les aumentó el trabajo y piden se les reconozcan los extras. Fondopaz no hace llegar a tiempo los “kits” de aseo, ni los servicios de salud, para no decir todo lo demás. Es cierto que en la entrega de los menores las cosas no marchan como debieran y por eso hay una comisión del Senado que va de concentración en concentración mirando a ver si se ha cumplido con lo de los jóvenes, pero también con todo lo pactado. Mientras tanto, ante gran parte de la opinión pública y de la comunidad internacional —que tampoco cumple: los contenedores para depositar las armas no han llegado—, las Farc han quedado bien al concentrarse y al comenzar a dejar los fierros. Para la muestra, un botón: los resultados de la encuesta de Gallup publicada esta semana, donde se ve que la imagen desfavorable de la mayoría de los personajes públicos —el presidente Santos, el vicepresidente Vargas Lleras, el expresidente Uribe, el excandidato Zuluaga— ha aumentado, “tanto que si hubiese que declarar un ganador, las Farc fueron las únicas que redujeron considerablemente su imagen negativa respecto de la inmediata medición, de diciembre del año anterior”, según dice Semana.com.
Pero la guerrillerada —como la llamaba Jacobo Arenas— está inquieta. Antes les llegaban cada semana los equipos de aseo; cada tres meses los uniformes y las botas; los hospitales de sangre estaban abiertos 24 horas. Hoy están —digámoslo finamente— perplejos. “Vivíamos mejor en el monte”, dicen. Siguen ahí, es cierto, en condiciones legales y viviendo lo que vivimos todos sus compatriotas: la morosidad institucional. Lo grave es que ese incumplimiento puede fomentar las disidencias y hacer más difícil la negociación con el Eln, para no decir, como podrían llegar a decir las Farc: “Señores, la agenda debe ser renegociada. Para bailar se necesitan dos y para pelear, también”.
Creo en la buena fe del Gobierno, pero a veces me entra una duda: ¿no será que hay sectores infiltrados que quieren hacer del vicio, virtud? Porque, sin ser apocalípticos, se podría llegar a pensar que hay un cálculo estratégico —como se dice para todo ahora— y que el incumplimiento no es gratuito. Ahora, pensarían, cuando las Farc dejaron su arma más poderosa, la movilidad, se les puede incumplir impunemente. ¡Que así no sea! Pero miedos hay. El Gobierno lo sabe, la opinión pública lo siente y los guerrilleros lo temen. Quien se relame de gusto es, naturalmente, el Centro Democrático.
El Estado colombiano no se ha caracterizado propiamente por cumplir lo que promete. O, como dicen por ahí: mucho tilín tilín y pocas paletas. Ninguna de sus ramas tiene buen crédito en la opinión pública. El Congreso sale a deber; los padres de la patria tienen que hacer todo tipo de artimañas para convencer a la ciudadanía, y nada; el 60 % de abstención histórica lo dice con claridad. Las campañas políticas son cada día más costosas porque la gente no cree y esos costos son uno de los resortes de la corrupción. Quien tiene votos, tiene puestos y quien tiene puestos, contratos, que sirven, ante todo, para pagar las cuentas del trajín electoral: publicidad, transporte de clientelas, camisetas, banderitas, festones, tamales, voceadores. El poder judicial tampoco cumple: la impunidad es rampante; las cárceles están llenas de presos sin condena, los jueces se alzan de hombros. ¿Y el Ejecutivo? Todos sabemos que aquí la ley es la del embudo: lo ancho para ellos, lo angosto para uno. Y ese uno —¡esos millones!— sumados terminan por no creer. El Estado se desacredita, o mejor, se deslegitima con el incumplimiento sistemático. En gran parte del país no hay Estado y la gente se las arregla para sustituirlo. Reconozco que la máquina es lenta, torpe, paquidérmica, que un paso supone mil pasos antes de poder darse; que un contrato pasa por mil firmas y enredos antes de ser una realidad. La herencia santanderista es una fábrica de parágrafos, incisos y otrosíes que paralizan el Estado. Pero hoy se está jugando con candela.
La agenda acordada con las Farc para la dejación de armas tiene en una situación difícil al Gobierno. Los papeleos para la construcción de los campamentos son dispendiosos. Los contratistas, acostumbrados al incumplimiento de los gobiernos, se dan su tiempo. Los presos de las Farc no salen de las cárceles porque a los jueces se les aumentó el trabajo y piden se les reconozcan los extras. Fondopaz no hace llegar a tiempo los “kits” de aseo, ni los servicios de salud, para no decir todo lo demás. Es cierto que en la entrega de los menores las cosas no marchan como debieran y por eso hay una comisión del Senado que va de concentración en concentración mirando a ver si se ha cumplido con lo de los jóvenes, pero también con todo lo pactado. Mientras tanto, ante gran parte de la opinión pública y de la comunidad internacional —que tampoco cumple: los contenedores para depositar las armas no han llegado—, las Farc han quedado bien al concentrarse y al comenzar a dejar los fierros. Para la muestra, un botón: los resultados de la encuesta de Gallup publicada esta semana, donde se ve que la imagen desfavorable de la mayoría de los personajes públicos —el presidente Santos, el vicepresidente Vargas Lleras, el expresidente Uribe, el excandidato Zuluaga— ha aumentado, “tanto que si hubiese que declarar un ganador, las Farc fueron las únicas que redujeron considerablemente su imagen negativa respecto de la inmediata medición, de diciembre del año anterior”, según dice Semana.com.
Pero la guerrillerada —como la llamaba Jacobo Arenas— está inquieta. Antes les llegaban cada semana los equipos de aseo; cada tres meses los uniformes y las botas; los hospitales de sangre estaban abiertos 24 horas. Hoy están —digámoslo finamente— perplejos. “Vivíamos mejor en el monte”, dicen. Siguen ahí, es cierto, en condiciones legales y viviendo lo que vivimos todos sus compatriotas: la morosidad institucional. Lo grave es que ese incumplimiento puede fomentar las disidencias y hacer más difícil la negociación con el Eln, para no decir, como podrían llegar a decir las Farc: “Señores, la agenda debe ser renegociada. Para bailar se necesitan dos y para pelear, también”.
Creo en la buena fe del Gobierno, pero a veces me entra una duda: ¿no será que hay sectores infiltrados que quieren hacer del vicio, virtud? Porque, sin ser apocalípticos, se podría llegar a pensar que hay un cálculo estratégico —como se dice para todo ahora— y que el incumplimiento no es gratuito. Ahora, pensarían, cuando las Farc dejaron su arma más poderosa, la movilidad, se les puede incumplir impunemente. ¡Que así no sea! Pero miedos hay. El Gobierno lo sabe, la opinión pública lo siente y los guerrilleros lo temen. Quien se relame de gusto es, naturalmente, el Centro Democrático.