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La cuestión de la coca se está complicando. El hectareaje aceptado por Colombia, que es de 96.000 hectáreas, no coincide con las cuentas gringas, que hablan de 157.000. La diferencia es grande y tiene, claro está, profundos significados. No se trata de que se usen métodos distintos de cálculo, sino de lo que se busca al adoptar uno u otro. Ha sido valiente el Gobierno en no plegarse a las cifras de la DEA y en pararse en sus números propios. Sabe qué le corre pierna arriba al bajar la cabeza ante Brownfield para que se regrese a la guerra contra la droga. Sabemos qué significa esa infame declaratoria.
Los cultivos de coca han aumentado. También los de marihuana, y los de amapola han regresado. Se dice que el acuerdo de paz y los programas de sustitución a él ligados han impulsado a los cultivadores a sembrar más para obtener más beneficios. Lo que no se dice es que precisamente esa respuesta anticipada está buscando “negociar” los cultivos, y en el fondo una decisión para terminarlos. Negociarlos, inclusive chan con chan, por plata dura y pura, para que el Gobierno, digamos, la queme. Podría también negociarla mano a mano por proyectos sociales. O fumigar con glifosato, o con cualquier veneno. El resultado sería el mismo mientras los precios de la coca en Nueva York se sostuvieran altos. La gente sembraría en otra parte, como lo ha hecho y volvería a hacerlo.
Hay que anotar de paso que, como todos sabemos, del negocio de la droga los últimos en beneficiarse son los cultivadores. Los que ponen la canal al negocio o se benefician sin untarse son muchos. La droga ha contribuido de manera importante en la ampliación del mercado interno. Se ve por las calles. La coca ha sido un motorcito importante del desarrollo nacional. Y de la guerra, claro está, que es otro motorcito. La coca ha sido una tragedia, es cierto, pero una tragedia con grandes dividendos para muchos: banqueros, industriales, agroindustriales, comerciantes, oficiales, jueces, curas, operadores gringos. Y ha contribuido a abrir de par en par las fauces de la corrupción administrativa. Toda la plata gastada en la guerra se convierte, paradójicamente, en ganancias directas o indirectas para miles de colombianos. Y en muerte y dolor para otros.
Comprar la coca o la marimba para quemarla levantaría el griterío de la extrema derecha. ¡¿Cómo gastar nuestros impuestos en premiar a los criminales?! Fumigar con venenos es hacer de la coca un negocio itinerante de selva en selva, arrasándolas. Quedan los programas de erradicación y sustitución. El primer gran obstáculo, como ya se ha visto en el pasado y se está viendo con la construcción de los campamentos y de otros acuerdos menores, es la morosidad del Estado para cumplir sus obligaciones y acuerdos. Por eso sería tan grave que los excombatientes de las Farc se comprometieran en la erradicación, que seguramente cumplirían, mientras el Gobierno podría dejarlos colgados de la brocha con la sustitución. Es decir, equivaldría a enfrentar a los cultivadores con los exguerrilleros. Peligroso porque esos cultivadores han sido una de sus bases sociales.
Salir del laberinto en que nos tiene el puritanismo anglosajón no es fácil; es esa ética, para llamarla de alguna forma, la que nos tiene condenados a dar vueltas sobre la misma noria. Es ese puritanismo, la prohibición, el gran motor de nuestra tragedia.