UNA FOTO DE EL ESPECTADOR muestra a Pablo Catatumbo con paso decidido y altivo, el último antes de entrar a la vida civil. Los recuerdos debieron acumularse en el umbral de la zona de concentración: las torturas en la III Brigada que lo llevaron a cortarse las venas antes que delatar; la frustración al no poder comprar armas antiaéreas para defenderse del Ejército; el miserable asesinato de Alfonso Cano con las gafas rotas y desarmado; el escape por entre minas quiebrapatas en las Hermosas; el empujón de Patricia, su compañera, que lo salvó de un rafagazo. Todo queda atrás, seco, congelado. Menos el asesinato de Yanet, su hermana menor.
A fines de los años 80, los paramilitares secuestraban familiares de los mandos de la guerrilla para obligarlos a arrodillarse o a entregar los soldados que habían capturado. Era una estrategia ya practicada por los narcos del Valle: su hermana mayor fue secuestrada por Chepe Santacruz y canjeada por un familiar del capo que tenía el VI Frente de las Farc. Pasaron los años. Los carteles fueron golpeados y agolpados en bloques paramilitares. En 1993 fueron asesinados 20 trabajadores por Carlos Castaño en las fincas Honduras y La Negra, y ordenó secuestrar familiares de los comandantes: una hermana de Simón Trinidad, un hermano de Iván Márquez, un hermano de Alfonso Cano y, si no estoy equivocado, fue asesinado un hermano de Felipe Torres. Los buenos oficios de Piedad Córdoba y la presión de la opinión pública y de organismos internacionales obligaron a los paramilitares a soltarlos.
La historia de Yanet fue peor. Fue secuestrada en julio de 1996 en Cali y liberada en Cartagena días después. Decidió irse a Costa Rica, donde abrió una tienda. Estaba tranquila porque Castaño le había dicho que su problema era con las Farc. Por eso un día volvió a Cali a vender una casa y un lote para regresar a Costa Rica. Ella no estaba al tanto de la situación del país en aquel tiempo, de masacres sistemáticas como las de Sonsón y Pueblo Bello. Era joven y bonita, y estaba enamorada. Miraba para otro lado. Compró el pasaje San José-Cartagena-Cali. Desapareció en Cartagena, nunca tomó el avión a Cali, como lo reporta la aerolínea. La fecha del pasaje coincide con la de su muerte dada por Medicina Legal. La raptaron en el aeropuerto. Al no llegar a Cali, su gente se dedicó a buscarla. Su marido, desesperado, hasta le pagó a la Policía por una información, que resultó, claro está, falsa. Sus parientes quedaron destrozados. No entendían por qué teniendo un niño de cinco años, una mamá y un marido, ni siquiera llamaba por teléfono. Nada. Silencio total.
De pronto, el consejero para la paz de Urabá entregó a la familia una mochila con huesos destrozados. El ADN coincidió con el familiar. El concepto legista era brutalmente encubridor: “Muerte violenta por causa del conflicto”. Encontraron los restos gracias a indicaciones de pescadores de la zona. Lo raro no era el tamaño de los huesos, que parecían de pollo, sino que estaban picados, lo que no podía ser causado por la humedad. Fue identificada por una mallita de oro en la boca. Su socio de Costa Rica dio la clave del asesinato cuando se liquidó el negocio: en una borrachera llorosa, confesó: “No me paguen, que eso ya me lo pagó el patrón; yo trabajo con ellos”.
Catatumbo es un hombre fuerte para la pena y para la guerra, pero lo que, al llegar a La Elvira, donde vivirá los próximos años, le hizo soltar la última lágrima fue el recuerdo de lo que la prensa dijo a raíz de la pérfida sugerencia de un coronel de inteligencia: “Búsquenla debajo de las cobijas de Carlos Castaño”. La especie tomó fuerza y los medios lo hicieron oficial: Yanet era, según ellos, la querida de Castaño. En su momento, Pablo se revolcó de la ira: ¿Cómo podían encubrir un asesinato político con un supuesto crimen pasional? ¿Cómo lograron que la versión oficial no dejara juego a una duda? La confusión, fabricada en un laboratorio de inteligencia, escondía, no obstante, una pequeña verdad: Yanet había visto a Uribe en el campamento de Castaño.
UNA FOTO DE EL ESPECTADOR muestra a Pablo Catatumbo con paso decidido y altivo, el último antes de entrar a la vida civil. Los recuerdos debieron acumularse en el umbral de la zona de concentración: las torturas en la III Brigada que lo llevaron a cortarse las venas antes que delatar; la frustración al no poder comprar armas antiaéreas para defenderse del Ejército; el miserable asesinato de Alfonso Cano con las gafas rotas y desarmado; el escape por entre minas quiebrapatas en las Hermosas; el empujón de Patricia, su compañera, que lo salvó de un rafagazo. Todo queda atrás, seco, congelado. Menos el asesinato de Yanet, su hermana menor.
A fines de los años 80, los paramilitares secuestraban familiares de los mandos de la guerrilla para obligarlos a arrodillarse o a entregar los soldados que habían capturado. Era una estrategia ya practicada por los narcos del Valle: su hermana mayor fue secuestrada por Chepe Santacruz y canjeada por un familiar del capo que tenía el VI Frente de las Farc. Pasaron los años. Los carteles fueron golpeados y agolpados en bloques paramilitares. En 1993 fueron asesinados 20 trabajadores por Carlos Castaño en las fincas Honduras y La Negra, y ordenó secuestrar familiares de los comandantes: una hermana de Simón Trinidad, un hermano de Iván Márquez, un hermano de Alfonso Cano y, si no estoy equivocado, fue asesinado un hermano de Felipe Torres. Los buenos oficios de Piedad Córdoba y la presión de la opinión pública y de organismos internacionales obligaron a los paramilitares a soltarlos.
La historia de Yanet fue peor. Fue secuestrada en julio de 1996 en Cali y liberada en Cartagena días después. Decidió irse a Costa Rica, donde abrió una tienda. Estaba tranquila porque Castaño le había dicho que su problema era con las Farc. Por eso un día volvió a Cali a vender una casa y un lote para regresar a Costa Rica. Ella no estaba al tanto de la situación del país en aquel tiempo, de masacres sistemáticas como las de Sonsón y Pueblo Bello. Era joven y bonita, y estaba enamorada. Miraba para otro lado. Compró el pasaje San José-Cartagena-Cali. Desapareció en Cartagena, nunca tomó el avión a Cali, como lo reporta la aerolínea. La fecha del pasaje coincide con la de su muerte dada por Medicina Legal. La raptaron en el aeropuerto. Al no llegar a Cali, su gente se dedicó a buscarla. Su marido, desesperado, hasta le pagó a la Policía por una información, que resultó, claro está, falsa. Sus parientes quedaron destrozados. No entendían por qué teniendo un niño de cinco años, una mamá y un marido, ni siquiera llamaba por teléfono. Nada. Silencio total.
De pronto, el consejero para la paz de Urabá entregó a la familia una mochila con huesos destrozados. El ADN coincidió con el familiar. El concepto legista era brutalmente encubridor: “Muerte violenta por causa del conflicto”. Encontraron los restos gracias a indicaciones de pescadores de la zona. Lo raro no era el tamaño de los huesos, que parecían de pollo, sino que estaban picados, lo que no podía ser causado por la humedad. Fue identificada por una mallita de oro en la boca. Su socio de Costa Rica dio la clave del asesinato cuando se liquidó el negocio: en una borrachera llorosa, confesó: “No me paguen, que eso ya me lo pagó el patrón; yo trabajo con ellos”.
Catatumbo es un hombre fuerte para la pena y para la guerra, pero lo que, al llegar a La Elvira, donde vivirá los próximos años, le hizo soltar la última lágrima fue el recuerdo de lo que la prensa dijo a raíz de la pérfida sugerencia de un coronel de inteligencia: “Búsquenla debajo de las cobijas de Carlos Castaño”. La especie tomó fuerza y los medios lo hicieron oficial: Yanet era, según ellos, la querida de Castaño. En su momento, Pablo se revolcó de la ira: ¿Cómo podían encubrir un asesinato político con un supuesto crimen pasional? ¿Cómo lograron que la versión oficial no dejara juego a una duda? La confusión, fabricada en un laboratorio de inteligencia, escondía, no obstante, una pequeña verdad: Yanet había visto a Uribe en el campamento de Castaño.