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Las aguas de los afluentes del río Magdalena comenzaron a disminuir hace años, pero a nadie le importó.
Épocas en que para tomar posesión de la tierra había que descumbrar montañas, descuajar bosques. Mucha tierra se limpió de colonos, indios, negros, ceibas, abarcos y samanes, para meter unas cuantas vacas y así obtener las escrituras, el sagrado derecho al despojo, principio y base de la riqueza. El agua menguó al punto de que el Magdalena se puede atravesar hoy, en Puerto Triunfo, a pie, sin mojarse las rodillas. La temperatura en Puerto Salgar ha llegado a 45 grados, casi la mitad del calor en que el agua hierve. El Gobierno, aterrado, llama a la ciudadanía a bañarse menos. Dos minutos, dice el minambiente, bastan para estar limpio y poder ir presentable a la oficina.
Hace una semana apareció en Honda el esqueleto de un viejo barco de fierro. Mi amigo el historiador Tiberio Murcia me anotició del hecho y me encimó una historia fantástica sobre los barcos que cruzaron el río desde cuando Bolívar le concedió a Elbers el monopolio de la navegación por el Magdalena. El hecho despertó mi curiosidad y apelando a los ribereños recogí los hallazgos que el verano ha permitido al desnudar la arqueología de nuestra historia patria.
Se encontraron la brújula desorientada que llevó a Alfinger a Tamalameque cuando iba para Perú; la lona con que Jerónimo de Melo —portugués— cubrió sus barcas para defenderse de un ataque de los indios en el Brazo de Loba; el pie con espuela de gallo del indio con quien luchó en la boca del San Jorge un soldado de Juan de San Martín; el título de la Universidad de Salamanca que ostentaba pero nunca mostró Gonzalo Jiménez de Quezada; un machete de Suárez Rendón, compañero del adelantado, con el que había matado caimanes y degollado indios; uno de los panes de sal que cambiaron al fundador de Santa Fe su destino en La Tora; el ancla de un bajel de Juan de Olmos, arrastrada por el río en Mompox; el pañuelo que botó al río doña Leonor Gómez al ser secuestrada por los indios, con uno de los cuales inició el mestizaje en la Nueva Granada; los manuscritos del poeta Lorenzo Martín, de quien nadie recuerda un solo verso; los huesos de los 70.000 naturales obligados a ser bogas para llevar las luces a la oscuridad; la campana ahogada que batía contra los encomenderos de Tamalameque el padre Bartolomé Barcelá; la primera canoa indígena autorizada por la Real Cédula del 11 de agosto de 1552; la vara de guadua que los encomenderos rompieron en las espaldas de Juan del Junco por permitir que los bogas llevaran sombreros para no morir insolados; una de las sandalias de Juan de Santagertrudis OFM, que oyó el ruido de caracoles gigantes que roían la hierba y que vio, además, un mono con rabo de cabra, sin dedos pero con uñas.
El río destapó la ceiba de 42 varas que midió Mutis en la boca del río San Bartolomé, y sacó a flote la peluca del virrey Manuel de Flórez, que llegó de la Habana a Cartagena y que también admiró la ceiba. A flor de río quedó el champán que llevó a Humboldt y que midió con obsesión prusiana: 23,5 m de largo y 2,4 m de ancho en el centro. Aparecieron las órdenes que Morillo dio para destruir o atraer el cuerpo de Bolívar, una vez desembarcara su ejército pacificador en Barranca del Rey; dos de los 25 bultos —uno de tabaco y otro de harina— que el Libertador envió a Cartagena para demostrar que había derrotado a los realistas; una botella de aguardiente que Hermógenes Maza, borracho, botó al río en Gamarra, y los zurrones en que el general había embutido tres chapetones. Quedaron en las playas contaminadas del río las 30 monedas de oro que dejó tiradas el virrey Sámano en la boca del Carare; la lanza con la que Carvajal, un llanero cuyo nombre olvidé que acompañó a Rondón en el pantano de Vargas, acabó con un escuadrón español, y la chirimoya cristalizada que dejó sin estudiar Agustín Codazzi en Bellavista.
Por último, la sábana con que se secó Bolívar en la quebrada de Padilla, que el general Joaquín Posada Gutiérrez debió botar al Magdalena en las bocas del río Gualí, donde el hijo de la “infeliz Caracas” confesó, tiritando de fiebre, que nunca se había emborrachado como solía hacerlo Alejandro Magno.