El caso de los niños en la guerrilla se ha convertido en la última marcha publicitaria contra ella. Apelan a cualquier argumento, fotografía, testimonio para disparar juicios y prejuicios sobre una premisa: Los niños son niños y deben estudiar, jugar y soñar. La convención de NN. UU. sobre Derechos del niño debió ser redactada por un grupo académico de personas de la tercera edad nacidas en países desarrollados y ricos, donde el desempleo es bajo, la escolaridad alta y hay miles de parques, gimnasios y campos deportivos. Los niños en esos países trabajaron durante siglos cuidando ovejas, hilando telas, limpiando máquinas y, claro está, siendo carne de cañón en sus interminables guerras, para llegar a ese estado de civilización implícito en la norma: Niño es el que tiene menos de 18 años.
En Colombia, yo fui niño –según el código– hasta cuando cumplí 21 años, pero desde los 15 tenía vellos, músculos en las piernas y ganas de comerme el mundo. Los muchachos de la vereda donde nací trabajaban en sus fincas desde los 12 años: apartaban vacas, ordeñaban, sacaban papa, levantaban cercas. A los 16 eran hombres hechos y derechos: cargaban mulas con bultos de cinco arrobas, enlazaban reses y las apegaban al botalón, y tumbaban árboles a hachazo limpio. Las muchachas son adultas desde que pueden tener niños. Los campesinos no nacen bebés sino niños y nunca saben quién es Santa Claus ni tienen tablet; son adultos desde que pueden ganarse un jornal. El mismo expresidente Pastrana, tan conservador y pendenciero, ha pedido muchas veces que la mayoría de edad se reconozca a los 16 años cumplidos.
No es fácil entender mirando televisión que los guerrilleros colombianos son en su gran mayoría campesinos y para más veras, colonos; que su mundo es una vereda o una trocha, que su vida es el trabajo físico, y su gente, su familia. La guerra los ha arrastrado. Les ha cambiado la rula por el fusil, el padre por el comandante, la madre por un ideal. Los niños no se hacen guerrilleros a la fuerza, su mundo se vuelve guerrillero y ellos en él, ocupan el lugar que les toca. A la guerrilla no le interesa cargar más peso del que tiene que echarse a los hombros y un niño en un combate es un fardo. Hay niños y niñas cuyo único refugio amoroso son sus hermanos mayores guerrilleros; los admiran y quieren ser como ellos. Y en lugar de hacer mandados en su casa, buscan las filas para hacerse grandes. A muchos padres conviene porque un hijo guerrillero es el acceso a un órgano poderoso. El esfuerzo físico para un muchacho no es un castigo, es una condición en que despliega su cuerpo, sus músculos, su personalidad. Una marcha de 12 horas con 25 kilos de equipo y un fusil es la evidencia de que se es adulto, aun teniendo 16 años, así como lo es en “la civil” tumbar una hectárea de monte para echarle candela.
En las zonas donde el Estado sólo muestra los dientes, donde ir a la escuela es mermar la fuerza para sobrevivir, la guerrilla ha sido un agente civilizador y lo es también para la muchachada que termina bachillerato y tiene dos caminos: el del ocio forzado y el vicio, y el del ingreso a las filas guerrilleras. A veces encuentra atractivas las organizaciones sicariales o paramilitares. En la guerrilla los pelaos encuentran una razón de vivir, así los ideales sean para ellos tan aéreos.
¿Qué futuro inmediato les ofrece el Estado con la paz? ¿Ponerse en manos de una institución autoritaria, fría, incapaz de controlar la corrupción, el bazuco, el matoneo, como lo es Bienestar Familiar? ¿Retornar a su familia, que está en gran parte en las zonas campamentarias? ¿Y qué hacer con los niños que nacieron en la guerrilla o en sus zonas de influencia y crecieron con madres sustitutas, vinculadas a la organización? ¿Con qué argumento moral los reclama ahora un Estado que siempre los ha ignorado y abandonado?
Detrás del reclamo de los niños guerrilleros hay un fariseísmo tronante. Se ha hecho pensar a la opinión pública que fueron raptados, secuestrados, obligados a convertirse en máquinas de matar. Nada de eso es cierto. Los guerrilleros lo son por ser campesinos y seguirán siéndolo si se aclimata la paz. Si se trata de reconciliarnos, empecemos por decirnos la verdad y mirarla sin miedo.
El caso de los niños en la guerrilla se ha convertido en la última marcha publicitaria contra ella. Apelan a cualquier argumento, fotografía, testimonio para disparar juicios y prejuicios sobre una premisa: Los niños son niños y deben estudiar, jugar y soñar. La convención de NN. UU. sobre Derechos del niño debió ser redactada por un grupo académico de personas de la tercera edad nacidas en países desarrollados y ricos, donde el desempleo es bajo, la escolaridad alta y hay miles de parques, gimnasios y campos deportivos. Los niños en esos países trabajaron durante siglos cuidando ovejas, hilando telas, limpiando máquinas y, claro está, siendo carne de cañón en sus interminables guerras, para llegar a ese estado de civilización implícito en la norma: Niño es el que tiene menos de 18 años.
En Colombia, yo fui niño –según el código– hasta cuando cumplí 21 años, pero desde los 15 tenía vellos, músculos en las piernas y ganas de comerme el mundo. Los muchachos de la vereda donde nací trabajaban en sus fincas desde los 12 años: apartaban vacas, ordeñaban, sacaban papa, levantaban cercas. A los 16 eran hombres hechos y derechos: cargaban mulas con bultos de cinco arrobas, enlazaban reses y las apegaban al botalón, y tumbaban árboles a hachazo limpio. Las muchachas son adultas desde que pueden tener niños. Los campesinos no nacen bebés sino niños y nunca saben quién es Santa Claus ni tienen tablet; son adultos desde que pueden ganarse un jornal. El mismo expresidente Pastrana, tan conservador y pendenciero, ha pedido muchas veces que la mayoría de edad se reconozca a los 16 años cumplidos.
No es fácil entender mirando televisión que los guerrilleros colombianos son en su gran mayoría campesinos y para más veras, colonos; que su mundo es una vereda o una trocha, que su vida es el trabajo físico, y su gente, su familia. La guerra los ha arrastrado. Les ha cambiado la rula por el fusil, el padre por el comandante, la madre por un ideal. Los niños no se hacen guerrilleros a la fuerza, su mundo se vuelve guerrillero y ellos en él, ocupan el lugar que les toca. A la guerrilla no le interesa cargar más peso del que tiene que echarse a los hombros y un niño en un combate es un fardo. Hay niños y niñas cuyo único refugio amoroso son sus hermanos mayores guerrilleros; los admiran y quieren ser como ellos. Y en lugar de hacer mandados en su casa, buscan las filas para hacerse grandes. A muchos padres conviene porque un hijo guerrillero es el acceso a un órgano poderoso. El esfuerzo físico para un muchacho no es un castigo, es una condición en que despliega su cuerpo, sus músculos, su personalidad. Una marcha de 12 horas con 25 kilos de equipo y un fusil es la evidencia de que se es adulto, aun teniendo 16 años, así como lo es en “la civil” tumbar una hectárea de monte para echarle candela.
En las zonas donde el Estado sólo muestra los dientes, donde ir a la escuela es mermar la fuerza para sobrevivir, la guerrilla ha sido un agente civilizador y lo es también para la muchachada que termina bachillerato y tiene dos caminos: el del ocio forzado y el vicio, y el del ingreso a las filas guerrilleras. A veces encuentra atractivas las organizaciones sicariales o paramilitares. En la guerrilla los pelaos encuentran una razón de vivir, así los ideales sean para ellos tan aéreos.
¿Qué futuro inmediato les ofrece el Estado con la paz? ¿Ponerse en manos de una institución autoritaria, fría, incapaz de controlar la corrupción, el bazuco, el matoneo, como lo es Bienestar Familiar? ¿Retornar a su familia, que está en gran parte en las zonas campamentarias? ¿Y qué hacer con los niños que nacieron en la guerrilla o en sus zonas de influencia y crecieron con madres sustitutas, vinculadas a la organización? ¿Con qué argumento moral los reclama ahora un Estado que siempre los ha ignorado y abandonado?
Detrás del reclamo de los niños guerrilleros hay un fariseísmo tronante. Se ha hecho pensar a la opinión pública que fueron raptados, secuestrados, obligados a convertirse en máquinas de matar. Nada de eso es cierto. Los guerrilleros lo son por ser campesinos y seguirán siéndolo si se aclimata la paz. Si se trata de reconciliarnos, empecemos por decirnos la verdad y mirarla sin miedo.