Sandoná es un pequeño pueblo acaballado en uno de los pliegues del volcán Galeras.
Se llega por una carreterita mitad pavimentada, mitad destapada que bordea un cañón profundo, cauce de aguas que van al Guaitará. Cruza cuchillas pendientes cultivadas al centímetro con caña panelera y café. En los años 20 se hizo muy famoso por los sombreros Panamá o de paja toquilla. Hoy sigue siendo fabricante de esos sombreros que se llaman ahora ‘Paso Fino’ y que usa, entre otros, el Presidente de la República. Allí vive un muchacho que pagó servicio militar y le tocó vivir la toma de la base de comunicaciones de Patascoy hace exactamente 10 años. Me dio su versión sobre el pavoroso hecho:
"Nos habíamos acostado cansados y como todas las noches con mucho frío. Patascoy es un cerro muy alto. Serían las 2 de la madrugada cuando un bombazo nos tiró al piso. No acatábamos a saber qué pasaba, pero las ráfagas de ametralladora nos hicieron entender que se trataba de un ataque. Los gritos y la oscuridad, apenas rota por el resplandor de las bombas y por la trayectoria de las balas, nos aturdían más. La tronadera de las bombas que nos mandaban hechas en tarros de leche en polvo no nos dejaba ni oír los gritos de ‘ríndanse chulos’. Nadie en nuestro campo daba órdenes. Esperábamos que el teniente, que dormía al pie de la central de radio, reaccionara, sin saber, en esa confusión, que había sido la primera baja. Todo mundo corría: unos, acostados, llamaban a la Virgen, otros a la mamá y los demás saltaban para cualquier lado. Yo me guarecí al lado de una piedra grande. Un estallido cercano me dejó sordo; la cara y la garganta me ardían. Dejé de sentir la pierna derecha. Pensé que me iba a morir y me encomendé a las almas benditas. Me desperté en un silencio de miedo. Dije, pues bueno, así es el otro mundo. Pero estaba en este y en el peor: rodeado de agonías y de la guerrilla. Un guerrillo me preguntó si estaba vivo, le contesté, atontado como estaba: sí, mi teniente. Un oído me sangraba y oía los borbotones por dentro. Más tarde no volví a oír. Las esquirlas de una granada se me habían clavado y sangraba por todos lados. Se me acercó una guerrillera, me miró y me limpió las heridas; después sacó una jeringa. Salté a un lado. A mí me habían dicho que los subversivos remataban a los heridos y cerré los ojos cuando sentí el pinchazo. Si me había salvado de la primera muerte, seguro no me salvaría de la segunda. Después supe que era un antitetánico. Hacia las 5 comenzamos a caminar por la trocha del oleoducto trasandino. Habían muerto 10 compañeros, 18 habíamos caído en manos de las Farc y tres habían podido huir. A las 8 estábamos llegando a la pata del cerro cuando vimos un helicóptero. La guerrilla lo dejó acercar y cuando lo tuvo a tiro, lo impactó. Regresaron a la base. Caminamos todo el día. A las 7 de la noche oímos el avión fantasma dando vueltas alrededor del cerro de Patascoy y ametrallando a la loca.
Caminamos muchos días. La ración era poca. Salimos por los lados de La Hormiga. Había mucha coca. Yo no conocía los cultivos de coca y cuando pregunté qué planta sería, todos se rieron. De La Hormiga pasamos a Caquetá, unos ratos a pie, trochando, y otros en camionetas. Daba más miedo la carretera que tirar traviesa por la selva. Pasamos la cordillera y nos fueron acercando al sitio donde estuvimos presos en una alambrada. Un comandante que se llamaba el Paisa era el mando superior. Comíamos fríjoles, jugábamos parqués y voleibol y defecábamos. Pasaban los días y los días. Llovía, hacía sol y volvía a llover. Nada traía nada. Hasta la tarde en que llamaron por lista a los soldados. Nos hicieron formar y nos dieron la orden de caminar sin dejarnos oír. A la madrugada nos dijeron: hasta aquí fueron fiestas. La alegría fue mucha: estábamos libres.
Estuve en sanidad militar donde una junta médica certificó que el Gobierno debía reconocerme una indemnización. Me dieron ocho millones. A los lanzas que salieron sin heridas de ese infierno, nada les reconocieron. Yo compré una casita y trabajo al jornal limpiando rastrojeras. Me gano 10.000 pesos a todo costo, es decir, comiendo de ellos. El Ejército no volvió a saber de mí y por lo que parece, tampoco de mis compañeros que siguen secuestrados. Por lo que pasó ahora, creo que al gobierno del presidente Uribe no le importan. Como dijo Chávez: ‘Colombia no se merece el gobierno que tiene’.”
Sandoná es un pequeño pueblo acaballado en uno de los pliegues del volcán Galeras.
Se llega por una carreterita mitad pavimentada, mitad destapada que bordea un cañón profundo, cauce de aguas que van al Guaitará. Cruza cuchillas pendientes cultivadas al centímetro con caña panelera y café. En los años 20 se hizo muy famoso por los sombreros Panamá o de paja toquilla. Hoy sigue siendo fabricante de esos sombreros que se llaman ahora ‘Paso Fino’ y que usa, entre otros, el Presidente de la República. Allí vive un muchacho que pagó servicio militar y le tocó vivir la toma de la base de comunicaciones de Patascoy hace exactamente 10 años. Me dio su versión sobre el pavoroso hecho:
"Nos habíamos acostado cansados y como todas las noches con mucho frío. Patascoy es un cerro muy alto. Serían las 2 de la madrugada cuando un bombazo nos tiró al piso. No acatábamos a saber qué pasaba, pero las ráfagas de ametralladora nos hicieron entender que se trataba de un ataque. Los gritos y la oscuridad, apenas rota por el resplandor de las bombas y por la trayectoria de las balas, nos aturdían más. La tronadera de las bombas que nos mandaban hechas en tarros de leche en polvo no nos dejaba ni oír los gritos de ‘ríndanse chulos’. Nadie en nuestro campo daba órdenes. Esperábamos que el teniente, que dormía al pie de la central de radio, reaccionara, sin saber, en esa confusión, que había sido la primera baja. Todo mundo corría: unos, acostados, llamaban a la Virgen, otros a la mamá y los demás saltaban para cualquier lado. Yo me guarecí al lado de una piedra grande. Un estallido cercano me dejó sordo; la cara y la garganta me ardían. Dejé de sentir la pierna derecha. Pensé que me iba a morir y me encomendé a las almas benditas. Me desperté en un silencio de miedo. Dije, pues bueno, así es el otro mundo. Pero estaba en este y en el peor: rodeado de agonías y de la guerrilla. Un guerrillo me preguntó si estaba vivo, le contesté, atontado como estaba: sí, mi teniente. Un oído me sangraba y oía los borbotones por dentro. Más tarde no volví a oír. Las esquirlas de una granada se me habían clavado y sangraba por todos lados. Se me acercó una guerrillera, me miró y me limpió las heridas; después sacó una jeringa. Salté a un lado. A mí me habían dicho que los subversivos remataban a los heridos y cerré los ojos cuando sentí el pinchazo. Si me había salvado de la primera muerte, seguro no me salvaría de la segunda. Después supe que era un antitetánico. Hacia las 5 comenzamos a caminar por la trocha del oleoducto trasandino. Habían muerto 10 compañeros, 18 habíamos caído en manos de las Farc y tres habían podido huir. A las 8 estábamos llegando a la pata del cerro cuando vimos un helicóptero. La guerrilla lo dejó acercar y cuando lo tuvo a tiro, lo impactó. Regresaron a la base. Caminamos todo el día. A las 7 de la noche oímos el avión fantasma dando vueltas alrededor del cerro de Patascoy y ametrallando a la loca.
Caminamos muchos días. La ración era poca. Salimos por los lados de La Hormiga. Había mucha coca. Yo no conocía los cultivos de coca y cuando pregunté qué planta sería, todos se rieron. De La Hormiga pasamos a Caquetá, unos ratos a pie, trochando, y otros en camionetas. Daba más miedo la carretera que tirar traviesa por la selva. Pasamos la cordillera y nos fueron acercando al sitio donde estuvimos presos en una alambrada. Un comandante que se llamaba el Paisa era el mando superior. Comíamos fríjoles, jugábamos parqués y voleibol y defecábamos. Pasaban los días y los días. Llovía, hacía sol y volvía a llover. Nada traía nada. Hasta la tarde en que llamaron por lista a los soldados. Nos hicieron formar y nos dieron la orden de caminar sin dejarnos oír. A la madrugada nos dijeron: hasta aquí fueron fiestas. La alegría fue mucha: estábamos libres.
Estuve en sanidad militar donde una junta médica certificó que el Gobierno debía reconocerme una indemnización. Me dieron ocho millones. A los lanzas que salieron sin heridas de ese infierno, nada les reconocieron. Yo compré una casita y trabajo al jornal limpiando rastrojeras. Me gano 10.000 pesos a todo costo, es decir, comiendo de ellos. El Ejército no volvió a saber de mí y por lo que parece, tampoco de mis compañeros que siguen secuestrados. Por lo que pasó ahora, creo que al gobierno del presidente Uribe no le importan. Como dijo Chávez: ‘Colombia no se merece el gobierno que tiene’.”