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Salió de la cárcel legalmente.
Duró más de 12 años en las Farc, a las que ingresó siendo universitario cuando esas fuerzas oscuras que llama el presidente lo tenían listo para darlo de baja por terrorista, representaba a los estudiantes en el Consejo Directivo y repartía chapolas en la Universidad Libre, donde estudiaba leyes y sociología, carreras aburridas no por ellas mismas sino por sus maestros. Más que un buen militante, era un buen mamagallista que andaba de rumba en rumba. Al fin y al cabo, era un niño bien. Pero tomó a pecho sus ideas, muy distintas a las de sus compañeros y cada vez más cercanas a las que mostraban lo que era un desempleado de Soledad, un campesino de Repelón, una putica del barrio chino. El contraste con sus parientes apoltronados en escritorios del Estado o informándose sobre precios de tierra y ganado era abismal. Despertó su interés por ese otro mundo un libro de un pariente lejano, Luis Eduardo Nieto Arteta, uno de los más perspicaces y profundos estudiosos de nuestra realidad social. En la facultad de sociología de la Nacional era texto obligatorio junto con Cincuenta años de nuestra historia, del profesor Darío Mesa, y La Violencia en Colombia, de monseñor Guzmán, Fals Borda y Umaña Luna.
No sé cómo fue acercándose a la guerrilla en una ciudad como Curramba, donde se protesta, se le da piedra a la Policía, pero el viernes la política para en seco y la gente se va de rumba, más en esa época en que la salsa estaba en auge y Héctor Lavoe era más famoso que el Che Guevara. Pero, como dicen los curas, la fe tiene caminos insondables. Quizá los asesinatos, como el de su amigo y camarada José Antequera, le mostraron que corría peligro, que los militares lo tenían en la mira y que era mejor echar pata en el monte que morir desangrado en una esquina. Y echó para el monte con despedida, morral, botas nuevas y carta a la novia. Un rito. En Barranquilla no se conocen los montes, hay lomitas. Montes los de la Cordillera Oriental donde hizo sus primeras caletas y aprendió a cogerle el gusto a la panela. Después fue a la escuela superior de cuadros, en una de las arrugas del cañón del Duda, montes caprichosos, altos y solemnes. Y mandos rígidos y comida muy poca y morral más pesado. Allá estudió táctica y estrategia guerrillera y pasó las pruebas con tanto elogio que lo trasladaron a los límites entre Cauca y Nariño, donde lo conocí leyendo The Economist cuando yo trabajaba con Naciones Unidas en programas de sustitución de cultivos en Policarpa. Treinta años en la misma pendejada. Conversamos un rato sobre la matica y nos volvimos a ver años más tarde en el río Micay o en el Orteguaza, en los que yo seguía en las mismas, pero él era ya comandante. Después cayó en un combate cerca a Cartagena del Chairá. Recorrió las cárceles más crueles, más apestosas; escribió cartas, protestas, memoriales, manifiestos, ensayos, libros, poesía, teatro. Ganó concursos literarios y sacó un diplomado en DIH. Dos obras suyas me impresionan por su estilo dramático: De la locura y otros crímenes y Relatos de un convicto rebelde. Cumplió su pena y salió después de 10 años y 12 días de la penitenciaría de La Dorada, donde se habían instalado los modelitos gringos de tratamiento de reos —uniformes, aislamiento, oscuridad, nada nuevo pero todo contramarcado y costoso—. No duró mucho libre cuando fue requerido porque faltaba una coma en un folio, pero ya Yezid Arteta había viajado con boleta de libertad, pasaporte y visa, a España, donde volví a verlo cuando yo sufría el exilio. Llevaba otros siete años de rebusque, que aquí es duro pero al fin tiene su picaresca, pero en países fríos y ajenos como los Estados nórdicos donde también ha vivido, es otra cosa: es enfrentarse al silencio, a la cola, a la espera y casi siempre a un “por ahora no”. No hay manera de poner una chaza. No hay chazas.
Habiendo pagado cárcel por su delito de rebelión, después de 20 años desde que dos balazos le rompieron la pierna y un soldadito lo detuvo sangrando, pensó que ya podía votar y se inscribió en el consulado de Colombia en Barcelona. El día que fue a votar le mostraron un documento oficial de la Registraduría con una novedad encontrada en su registro: nombre dado de baja por pérdida o suspensión de derechos políticos según Resolución 3699 de 2009. Más abajo concretaba: “el ciudadano al ser condenado por pena accesoria de interdicción de derechos y funciones deberá ser rehabilitado en el censo electoral, acreditar mediante decisión o providencia judicial la extinción de la pena y reportarla a la Registraduría más cercana a su residencia”.
Mientras a Arteta, que pagó su deuda legalmente, le niegan el derecho al voto, el Iguano, con 2.000 crímenes hechos con sus manos, volverá al Catatumbo a seguir oficiando. Es la justicia que proclama Álvaro Uribe.