Jeff Bezos es un archimillonario gringo de 57 años. Fundador de Amazon, la empresa de ventas online más grande del mundo, y considerado el hombre más rico de la galaxia desde 2015: US$108.700 millones. Carmen es una estudiante de 22 años que trabaja en una de las maquilas con las que Bezos multiplica su riqueza. Empezó en un call center en medio de la pandemia. Gana $1’800.000 al mes y el único requisito para acceder a un cargo, en lo bajo de la pirámide del negocio, era saber hablar inglés. Le pareció que con este empleo ganaría plata para rumbear y pagar su crédito de Icetex, además de perfeccionar su inglés.
Quedó deslumbrada con las instalaciones del negocio al norte de Bogotá: puertas que abren con tarjeta de contacto, como en las películas; lobby y porteros que la hacen sentir toda una ejecutiva. En la entrada pensó que había ingresado al mejor trabajo del mundo, con canchas de ping-pong y una sala de descanso y distensión, pero cuando llegó a su puesto de trabajo entendió que no tendría tiempo ni para relacionarse con sus compañeros. Es la versión moderna del esclavismo: durante ocho horas no pueden ni siquiera hablar por su propio celular y a la entrada, como en las cárceles, hay requisa de rayos X y debe dejar todo en un locker. No pueden entrar ni siquiera una libreta. La oficina parece un galpón industrial que, en tiempos de pandemia, tiene a 100 personas cada ocho horas trabajando y hay tres turnos distintos, por lo que al día van cerca de 300 trabajadores. Pero su capacidad total es de 800 personas al día.
A Carmen le pagan salud y pensión, le ofrecen trabajar horas extras, y en la inducción le dijeron que había ingresado a la mejor compañía del mundo. “Es un empleo de baja gama, pero bien pago”. Superexplotador. Los fines de semana se trabaja, se descansa cuando ellos quieran entre semana. Los horarios de entrada son estrictos. Funciona como una pirámide en la que según su rendimiento –que se mide con despiadada métrica– se puede aplicar a mejores posiciones laborales, direccionadas a vigilar a los operadores o controlar la operación para que todos jalen al mismo tiempo, con la misma fuerza, para no malgastar recursos. Trabaja de 10 a. m. a 7 p. m. Tiene “derecho” a dos descansos de 15 minutos y una hora de almuerzo. Lo ideal es que vaya al baño en sus descansos y para pararse de su estación de trabajo tiene que pedir permiso a su jefe inmediato, quien controla entre 20 y 30 agentes como ella.
Los agentes contestan llamadas de clientes en Estados Unidos. No pueden hablar en español, así el cliente se los pida. Al llegar a trabajar habilita su estado en el programa que todo lo ve y allí debe permanecer lista a recibir llamadas. El negocio no es de contestar el teléfono, sino de resolver solicitudes de los clientes. El agente está entrenado para cumplir un libreto que apunta a que quien llamó por nada del mundo conteste a la encuesta de servicios con un temido NO a la solución de su solicitud. El desempeño del empleado se mide en “Noes” y “Síes”. Si alguien califica con un No su gestión, necesita de seis Sí para remediar la mala anotación a su desempeño. Por ejemplo, nunca se debe dejar más de dos minutos en espera a un cliente y debe evitar al máximo los reembolsos. Cada acto se refleja en unas métricas que revisa un coach para felicitar, advertir o castigar.
Colombia es un paraíso para las grandes compañías de outsourcing de contact centers. Tiene el cuarto puesto en el mercado en Latinoamérica, después de Brasil, México y Costa Rica. Esta industria mueve alrededor de US$23.000 millones y presentó un crecimiento promedio anual del 19 % en los últimos siete años; produce 230.000 empleos directos y ha registrado un crecimiento promedio anual del 6 % en los últimos seis años, según datos de Invest in Bogotá. El gran atractivo para los inversionistas, naturalmente, es la precariedad laboral de Colombia. Aquí la gente pasa hambre, los salarios son bajos, las obligaciones de los empleadores pocas y los trabajadores dedicados y explotables. Una ecuación perfecta para que las grandes fortunas del mundo aprovechen la pandemia para sacarle jugo a la tercerización de sus operaciones. Debe ser esto lo que el Gobierno llama economía naranja: maquilas modernas de mano de obra semiesclavizada al servicio de grandes capitales. Así pretenden raspar la olla que vaciaron comprando aviones y gozando de las mieles del poder.
Jeff Bezos es un archimillonario gringo de 57 años. Fundador de Amazon, la empresa de ventas online más grande del mundo, y considerado el hombre más rico de la galaxia desde 2015: US$108.700 millones. Carmen es una estudiante de 22 años que trabaja en una de las maquilas con las que Bezos multiplica su riqueza. Empezó en un call center en medio de la pandemia. Gana $1’800.000 al mes y el único requisito para acceder a un cargo, en lo bajo de la pirámide del negocio, era saber hablar inglés. Le pareció que con este empleo ganaría plata para rumbear y pagar su crédito de Icetex, además de perfeccionar su inglés.
Quedó deslumbrada con las instalaciones del negocio al norte de Bogotá: puertas que abren con tarjeta de contacto, como en las películas; lobby y porteros que la hacen sentir toda una ejecutiva. En la entrada pensó que había ingresado al mejor trabajo del mundo, con canchas de ping-pong y una sala de descanso y distensión, pero cuando llegó a su puesto de trabajo entendió que no tendría tiempo ni para relacionarse con sus compañeros. Es la versión moderna del esclavismo: durante ocho horas no pueden ni siquiera hablar por su propio celular y a la entrada, como en las cárceles, hay requisa de rayos X y debe dejar todo en un locker. No pueden entrar ni siquiera una libreta. La oficina parece un galpón industrial que, en tiempos de pandemia, tiene a 100 personas cada ocho horas trabajando y hay tres turnos distintos, por lo que al día van cerca de 300 trabajadores. Pero su capacidad total es de 800 personas al día.
A Carmen le pagan salud y pensión, le ofrecen trabajar horas extras, y en la inducción le dijeron que había ingresado a la mejor compañía del mundo. “Es un empleo de baja gama, pero bien pago”. Superexplotador. Los fines de semana se trabaja, se descansa cuando ellos quieran entre semana. Los horarios de entrada son estrictos. Funciona como una pirámide en la que según su rendimiento –que se mide con despiadada métrica– se puede aplicar a mejores posiciones laborales, direccionadas a vigilar a los operadores o controlar la operación para que todos jalen al mismo tiempo, con la misma fuerza, para no malgastar recursos. Trabaja de 10 a. m. a 7 p. m. Tiene “derecho” a dos descansos de 15 minutos y una hora de almuerzo. Lo ideal es que vaya al baño en sus descansos y para pararse de su estación de trabajo tiene que pedir permiso a su jefe inmediato, quien controla entre 20 y 30 agentes como ella.
Los agentes contestan llamadas de clientes en Estados Unidos. No pueden hablar en español, así el cliente se los pida. Al llegar a trabajar habilita su estado en el programa que todo lo ve y allí debe permanecer lista a recibir llamadas. El negocio no es de contestar el teléfono, sino de resolver solicitudes de los clientes. El agente está entrenado para cumplir un libreto que apunta a que quien llamó por nada del mundo conteste a la encuesta de servicios con un temido NO a la solución de su solicitud. El desempeño del empleado se mide en “Noes” y “Síes”. Si alguien califica con un No su gestión, necesita de seis Sí para remediar la mala anotación a su desempeño. Por ejemplo, nunca se debe dejar más de dos minutos en espera a un cliente y debe evitar al máximo los reembolsos. Cada acto se refleja en unas métricas que revisa un coach para felicitar, advertir o castigar.
Colombia es un paraíso para las grandes compañías de outsourcing de contact centers. Tiene el cuarto puesto en el mercado en Latinoamérica, después de Brasil, México y Costa Rica. Esta industria mueve alrededor de US$23.000 millones y presentó un crecimiento promedio anual del 19 % en los últimos siete años; produce 230.000 empleos directos y ha registrado un crecimiento promedio anual del 6 % en los últimos seis años, según datos de Invest in Bogotá. El gran atractivo para los inversionistas, naturalmente, es la precariedad laboral de Colombia. Aquí la gente pasa hambre, los salarios son bajos, las obligaciones de los empleadores pocas y los trabajadores dedicados y explotables. Una ecuación perfecta para que las grandes fortunas del mundo aprovechen la pandemia para sacarle jugo a la tercerización de sus operaciones. Debe ser esto lo que el Gobierno llama economía naranja: maquilas modernas de mano de obra semiesclavizada al servicio de grandes capitales. Así pretenden raspar la olla que vaciaron comprando aviones y gozando de las mieles del poder.