En muchas familias existe una rama que por sus actividades o actuaciones hace que uno se avergüence de compartir apellido. En mi caso, los Dávila Jimeno representan ese tronco familiar, afortunadamente lejano, con el que uno nunca querría ser relacionado. Su trasegar está manchado de contrabando, narcotráfico, paramilitarismo y despojo de tierras.
El patriarca del clan, Eduardo Dávila, se mantiene vigente como dirigente deportivo –dueño del Unión Magdalena– a pesar de llevar a cuestas dos condenas, una por homicidio y otra por tráfico de marihuana. La historia le reserva un lugar como precursor de los marimberos en los años 70, lo que le zanjó una estrecha relación con narcos y paramilitares de la talla de Jorge Gnecco y Hernán Giraldo, próximo a ser extraditado a Colombia.
Entre sus socios y primos están los hermanos Raúl y Pedro Dávila Jimeno, quienes desde hace 20 años se resisten –sabrán ellos cómo– a la extinción de dominio de varias de sus propiedades. Una de ellas es un lote y casona enorme a medio construir en Playa Salguero, en Santa Marta. La casa fue intervenida en obra gris hace dos décadas, pero ellos se han dado mañas para terminarla e impedir su decomiso. Hoy sigue allí un empleado de los Dávila.
Recientemente Pedro cercó un lote que colinda con la casona que, según se sabe, pertenece a Raúl. En la acción, se robó 50 metros de playa pública y el trazado de dos calles que pertenecen al municipio. Lo hizo con un modus operandi muy suyo: provocar un incendio y luego cercar una propiedad pública. Y digo que es una forma muy suya porque lo mismo hicieron en otra tierra con la que busca quedarse Pedro Dávila en la Ciénega de Magdalena.
Se trata de un litigio territorial que enfrenta Pedro el “malo”, como se conoce a este “empresario de la palma y el banano” en tierras samarias, en el corregimiento de Tierra Nueva, municipio de Pueblo Viejo. Allí, desde hace 500 años los cimarrones africanos conocidos como “bogas” fundaron una comunidad que luego creó el Consejo Comunitario de Comunidades Negras Rincón Guapo Loveran, con inscripción ante el Ministerio del Interior y en proceso de titulación y reparación colectiva ante la Unidad de Víctimas.
El conflicto entre el consejo comunitario y Pedro el “malo” empezó hace 35 años, ya que el “empresario” no desaprovecha oportunidad para correr la cerca, inundar los sembrados de sus vecinos o canalizar los ríos para regar su cultivo de palma de aceite. Además, es opositor de la titulación colectiva y asegura, sin mostrar un solo título, que es propietario de un terreno allí. El pulso ha tenido capítulos en los estrados, en la inspección de policía y en el territorio.
La comunidad ha sufrido tres desplazamientos masivos, entre 2002 y 2007, por acciones paramilitares. De las 600 familias que habitaban el consejo comunitario al empezar el siglo, sólo han podido retornar 288. El proceso de titulación ha tardado 18 años. Dos décadas en las que, con cada cambio de nombre de la entidad (del Incora al Incoder y a la actual ANT), misteriosamente se pierde el expediente y toca volver a empezar el proceso. En esto, el territorio negro de 9.000 hectáreas frente a la Ciénaga se ha reducido a 1.114 hectáreas. Una defensa que les ha costado el asesinato de 40 líderes.
“Hemos sufrido varios intentos de invasión y sabotaje siempre por el lindero del señor Dávila Jimeno. El más reciente ocurrió el 7 de enero de este año, cuando un grupo de invasores llegó como de costumbre por la finca del señor. Los invasores vinieron a atentar contra la vida y la casa de Antolín Álvarez, presidente del consejo comunitario, quien resultó gravemente herido. En la refriega, que fue a machete, resultó muerto uno de los invasores”, narra Marly Esther Molina, una lideresa que ha sido testigo de cómo en Colombia los negros no pueden vivir tranquilos donde algunos “empresarios” ponen sus ojos.
En muchas familias existe una rama que por sus actividades o actuaciones hace que uno se avergüence de compartir apellido. En mi caso, los Dávila Jimeno representan ese tronco familiar, afortunadamente lejano, con el que uno nunca querría ser relacionado. Su trasegar está manchado de contrabando, narcotráfico, paramilitarismo y despojo de tierras.
El patriarca del clan, Eduardo Dávila, se mantiene vigente como dirigente deportivo –dueño del Unión Magdalena– a pesar de llevar a cuestas dos condenas, una por homicidio y otra por tráfico de marihuana. La historia le reserva un lugar como precursor de los marimberos en los años 70, lo que le zanjó una estrecha relación con narcos y paramilitares de la talla de Jorge Gnecco y Hernán Giraldo, próximo a ser extraditado a Colombia.
Entre sus socios y primos están los hermanos Raúl y Pedro Dávila Jimeno, quienes desde hace 20 años se resisten –sabrán ellos cómo– a la extinción de dominio de varias de sus propiedades. Una de ellas es un lote y casona enorme a medio construir en Playa Salguero, en Santa Marta. La casa fue intervenida en obra gris hace dos décadas, pero ellos se han dado mañas para terminarla e impedir su decomiso. Hoy sigue allí un empleado de los Dávila.
Recientemente Pedro cercó un lote que colinda con la casona que, según se sabe, pertenece a Raúl. En la acción, se robó 50 metros de playa pública y el trazado de dos calles que pertenecen al municipio. Lo hizo con un modus operandi muy suyo: provocar un incendio y luego cercar una propiedad pública. Y digo que es una forma muy suya porque lo mismo hicieron en otra tierra con la que busca quedarse Pedro Dávila en la Ciénega de Magdalena.
Se trata de un litigio territorial que enfrenta Pedro el “malo”, como se conoce a este “empresario de la palma y el banano” en tierras samarias, en el corregimiento de Tierra Nueva, municipio de Pueblo Viejo. Allí, desde hace 500 años los cimarrones africanos conocidos como “bogas” fundaron una comunidad que luego creó el Consejo Comunitario de Comunidades Negras Rincón Guapo Loveran, con inscripción ante el Ministerio del Interior y en proceso de titulación y reparación colectiva ante la Unidad de Víctimas.
El conflicto entre el consejo comunitario y Pedro el “malo” empezó hace 35 años, ya que el “empresario” no desaprovecha oportunidad para correr la cerca, inundar los sembrados de sus vecinos o canalizar los ríos para regar su cultivo de palma de aceite. Además, es opositor de la titulación colectiva y asegura, sin mostrar un solo título, que es propietario de un terreno allí. El pulso ha tenido capítulos en los estrados, en la inspección de policía y en el territorio.
La comunidad ha sufrido tres desplazamientos masivos, entre 2002 y 2007, por acciones paramilitares. De las 600 familias que habitaban el consejo comunitario al empezar el siglo, sólo han podido retornar 288. El proceso de titulación ha tardado 18 años. Dos décadas en las que, con cada cambio de nombre de la entidad (del Incora al Incoder y a la actual ANT), misteriosamente se pierde el expediente y toca volver a empezar el proceso. En esto, el territorio negro de 9.000 hectáreas frente a la Ciénaga se ha reducido a 1.114 hectáreas. Una defensa que les ha costado el asesinato de 40 líderes.
“Hemos sufrido varios intentos de invasión y sabotaje siempre por el lindero del señor Dávila Jimeno. El más reciente ocurrió el 7 de enero de este año, cuando un grupo de invasores llegó como de costumbre por la finca del señor. Los invasores vinieron a atentar contra la vida y la casa de Antolín Álvarez, presidente del consejo comunitario, quien resultó gravemente herido. En la refriega, que fue a machete, resultó muerto uno de los invasores”, narra Marly Esther Molina, una lideresa que ha sido testigo de cómo en Colombia los negros no pueden vivir tranquilos donde algunos “empresarios” ponen sus ojos.