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Tarde de sábado. En medio del festival musical Altavoz, nueve estudiantes activistas ingresan al Parque Lleras en Medellín para protestar. En postes y muros pegan carteles: “Do you pay for sex? You are not a customer. You are a rapist with money”. También distribuyen la traducción, por si las moscas.
Mientras avanzan entre los insultos callejeros, la policía las aborda: les advierten que si insisten con sus afiches y el engrudo van a sancionarlas con comparendos y “traslados”. (El único traslado efectivo ha sido el de la explotación sexual, que se movió un par de cuadras desde que el Parque Lleras —como la Plaza Botero— fue convertido en un corral con acceso restringido por la Alcaldía de Daniel Quintero).
Las abolicionistas acuden al personal identificado con chalecos de defensa de derechos humanos para continuar con su protesta: pareciera que dolieran más las mujeres “vestidas como putas” o el empapelamiento “tan feo” de las paredes, que la tragedia que encubre la explotación sexual. El dicho popular transformado en principio de acción: “Una mujer debe ser una dama en la calle y una puta en la cama”. “Damas” que no protesten en la calle y “putas” que se dediquen a la cama que “tantos ingresos le ha traído al sector turismo”.
Desde el 2 de mayo, miembros de la Policía custodian los accesos al Lleras. Este ingreso controlado, que deja a los proxenetas fuera de la ecuación, plantea una discriminación dirigida exclusivamente a las mujeres: a ojos de la autoridad, distingue entre “prostitutas finas”, “prostitutas ordinarias” y las que “solo parecen serlo”. Una exclusión similar a la que establece “el mercado” entre las prostitutas del mundo real y el virtual (webcammers). La estratificación de la explotación sexual.
¿Cómo hemos permitido, como sociedad, que esto suceda?
Entre todas las aproximaciones a la prostitución, una de las más deshumanizantes y excluyentes es la censura a la estética de las mujeres. A los vetos moralistas y religiosos se les suma el estético (que condensa los dos anteriores): el poder del patriarcado minando cada conquista de las mujeres sobre su cuerpo. Censurar a las prostitutas por su estética es deplorable por cuanto refuerza la imagen de la mujer como adorno —valemos en la medida en que nos apruebe la mirada del hombre— y fomenta un orden social basado en el prejuicio de lo que parece “decente”. ¿Prostitutas sí, pero que no “afeen” los parques?
Lo que predica esta visión estética devela nuestra ética.
Mientras a un explotador y pederasta como Michael Wayne Roberts lo capturan y castigan en Estados Unidos por sus delitos cometidos en el burdel a cielo abierto e impune que es Medellín, se anuncia que seremos la sede de un evento internacional del “negocio” webcam. En junio de 2022, Cartagena y Barranquilla cerraron sus puertas a un encuentro de este tipo por su evidente riesgo de reclutamiento de potenciales víctimas de explotación (menores y/o adultas).
Nada distinto se puede esperar de una ciudad regida por quien califica de “gallardo” al senador Álex Flórez, involucrado en explotación sexual.
La campaña electoral local y la Mesa de Paz con las bandas criminales del Valle de Aburrá no pueden eludir la conversación sobre la explotación sexual: sus vínculos con el crimen organizado y las autoridades locales, cuya laxitud con proxenetas y consumidores raya en la complicidad.