Publicidad

Los miserables

Ana Cristina Restrepo Jiménez
15 de noviembre de 2024 - 05:05 a. m.
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

Hace varios años, una joven abogada vinculada a una empresa antioqueña fue víctima de acoso sexual en la oficina. Su jefa inmediata, consciente de la situación de su subordinada, apeló a los canales institucionales de denuncia. Asimismo, me buscó para exponer el caso. Durante varias sesiones las escuché; tenían grabaciones, testigos.

Lo que no se nombra no existe. Cuando teníamos las pruebas y la información jerarquizadas, la prestigiosa compañía becó a la víctima para estudiar en España. Jubiló tempranamente al agresor. Sus estándares internacionales de indicadores de eficiencia empresarial: óptimos.

Existen instrumentos internacionales como la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (Cedaw), la Plataforma y plan de acción de Beijing, o la Convención interamericana de Belém do Pará; lo cierto es que, por más tratados internacionales o manuales institucionales, sentencias y órdenes que promulguen las altas cortes, las trampas para opacar las violencias de género son cada vez más sofisticadas.

La protección constitucional del escrache es inútil cuando, después de una investigación, los denunciados emprenden la cacería judicial, individual e institucional contra la víctima y quienes la acompañan en la denuncia (desde familiares y amigos hasta periodistas). En los casos de violencia de género, la presunción de inocencia es un resorte que se estira tanto como la cuenta bancaria del denunciado para contratar su defensa y corromper a los funcionarios en la ruta de atención.

Lo que sí han logrado los tratados y las sentencias es mujeres conscientes de sus derechos. Esa es una de las razones por las cuales el acoso judicial a aquellas que se atreven a denunciar va in crescendo y los medios de comunicación son cada vez más temerosos de publicar, no tanto por la instrumentalización de las denuncias por violencias de género (solo un 2 % son falsas, según investigaciones de la ONG Sisma Mujer), sino por las leyes y el sistema patriarcal, funcionales a los agresores.

Nunca había tenido en mi escritorio tantas denuncias como ahora. Algunas de mis colegas comparten mi angustia: ¿cómo proteger a mujeres en riesgo de feminicidio, víctimas de violencia institucional (comisarías de familia y jueces sordos a sus súplicas), despojadas de sus hijos y de sus bienes materiales, por sujetos cuya capacidad económica les permite aplastarlas con “todo el peso de la ley”?

Desde la punta de la pirámide irradia el ejemplo del pacto patriarcal institucional: basta citar a Hollman Morris o Armando Benedetti (lo malo de la rosca es no estar en ella, parece ser la lección para Diego Cancino).

El que pega primero pega dos veces, física y judicialmente. Las formas de violencia de género se han perfeccionado: los agresores se adelantan a denunciar a sus parejas.

Ahora resulta que, con la reelección de Donald Trump, los feminismos deben “reconsiderar sus discursos” para no incomodar a los señores: ¡les salimos a deber!

“La primera justicia es la conciencia”, escribió Víctor Hugo. Tal es la condición de los miserables: sin conciencia, no hay justicia.

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar