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Vaya uno a saber por qué les ponen apellidos de colores a los elementos químicos. Esto sucede con el hidrógeno y el carbono, al menos, dos de los tres más importantes para la salud del planeta, junto con el oxígeno.
El carbono azul, en claro contraste con el verde, es el que se almacena en el lecho marino, sobre todo en las zonas costeras. Un ejemplo sencillo sería la bahía de Cispatá en departamento de Córdoba del Caribe colombiano, donde hay 11.000 hectáreas de manglar, un área nada despreciable aunque todavía minúscula en términos globales. El manglar es una máquina poderosísima de absorber CO2 y depositar carbono en el suelo. Además de ello, los manglares son potentes incubadoras de peces y de otras especies marinas. Las praderas de algas y las marismas tienen una condición parecida. Hace rato que uno intuye que el océano, para bien y para mal, es el elemento central a la hora de solucionar la crisis climática, así se haga mucho más énfasis en las selvas, la deforestación, la agricultura y la ganadería. Los océanos son el sumidero de carbono con mayor potencial en el planeta.
En estas materias a veces conviene invitar al novelista que uno lleva por dentro. Armemos una historia futura de esto. Situémonos en 20 años. Para esa época debería haber en Colombia y otros países parecidos no parches de 20.000 hectáreas de manglares y marismas con algas, sino varios millones de hectáreas. La narrativa actual todavía va en el sentido contrario. Hoy los manglares se destruyen de muchas maneras. No me parece adecuado hacer tanto énfasis aquí en ello, pues en internet cualquiera puede encontrar un sinfín de historias al respecto. Hay que dar la vuelta en U; no queda de otra. Las 300.000 hectáreas de mangle existentes en Colombia se deberían convertir en dos millones o más. En vez de minar los manglares, como pasa en la actualidad, habría que protegerlos con leyes duras pero, sobre todo, expandirlos mediante premios económicos y rentabilidad. Zanahoria y garrote, así como suena.
De seguro que uno de los mecanismos más rápidos para proteger las costas con su efecto sumidero sería instituir fondos de inversión que promuevan los manglares y las zonas de algas marinas. Contar con instrumentos de alta bursatilidad que hagan atractivo para cualquier persona invertir en carbono azul y obtener ganancias a través de él son tareas insustituibles. Si la idea es aminorar las emisiones de gases de efecto invernadero o detenerlas, nada como convertir la salud del planeta en un gran negocio, sencillo y masivo, incluso en una opción de trabajo. Las admoniciones y la lloradera no bastan.
En las costas de casi todo el mundo hay extensas áreas que podrían albergar manglares o marismas. Ahí están, listas, sin mayor uso. Por ejemplo, Apple, la ONG Conservation International y varias comunidades colombianas se asociaron para proteger y restaurar el bosque de manglares de la bahía de Cispatá. Tengo entendido que las cuentas son razonables. Otro tanto se podría hacer en Chocó, Cauca y Nariño. Los manglares y las algas funcionan en la absorción de carbono a un ritmo decenas de veces más rápido que el de las selvas húmedas, de modo que su cuidado debería generar recursos cuantiosos. Si la ganadería extensiva es la que ejerce presión sobre las costas, es posible, además de rentable, limitarla, fomentando masivamente la silvopastoril.
En fin, manos a la obra.