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Según un cálculo actuarial optimista, yo ya llevo vividas tres cuartas partes de mi vida, o sea que pertenezco a una generación vieja, ni modos. Vivo, eso sí, más o menos rodeado de las nuevas, observo con atención lo que hacen y he asimilado bastantes de las novedades disponibles. Claro, muchas otras me pasan de largo.
Los cambios recientes son inocultables. La gente vive en ciudades más que en el campo, así vaya de visita con frecuencia. El promedio tiene más edad y se espera que viva más largo. Las familias ahora están integradas por cuatro, tres, dos o una sola persona. Las de cinco en adelante son pocas. ¿Los idiomas son distintos a los del pasado? Para nada, apenas contienen muchas palabras nuevas, por lo general tomadas prestadas de otros idiomas, que nombran justamente las novedades que hay.
Sí, la abundancia de datos es abrumadora. Sin embargo, para decantar esta abundancia lo principal es la propia cabeza, así hoy las ayudas cibernéticas sean ineludibles. Por lo demás, las redes están sobre todo llenas de basura, entre tal cual diamante, pulido o en bruto. No existe, porque no se ha inventado, un instrumento de concentración de las ideas y del conocimiento comparable al libro, suma de páginas, hijo predilecto de la cabeza. Pese a varios intentos de los profetas de la novedad, no ha sido posible jubilarlo. Escribir es una forma, la mejor sin duda, de pensar. Uno escribe para aprender y entender. Al escribir bien, el proceso de concentración de la información es de rigor. La crítica sigue siendo un instrumento indispensable para distinguir entre la basura y la verdad, y perdón por la simplificación.
No es la primera vez en la historia de la humanidad que se da un cambio tecnológico o comportacional acelerado y trascendental. Si excluimos los cruciales inventos de la prehistoria —el lenguaje hablado o la escritura—, la época histórica se vio inmensamente afectada por la invención de la imprenta en el siglo XV, que desterró el analfabetismo en Europa y paró en seco el deterioro de los idiomas, y la de la electricidad en el siglo XIX, que abrió la noche para el mundo. Después vinieron el teléfono, la radio, el automóvil, la televisión. Lo de ahora, claro, proviene de la cibernética: los computadores individuales, el internet, el teléfono celular y las redes.
Habrá otros inventos, aunque hoy no sabemos cuáles serán ni si se implantarán con éxito o no. Al menos yo no le veo tanta fuerza al tal metaverso al que Facebook, rebautizado como Meta, y otras compañías presupuestan apostarle miles de millones de dólares. Es difícil imaginar una futura reunión de gente, cada uno con su escafandra (ignoro cómo se van a llamar esos goggles de 3D en español; en inglés, incluso, no se han decidido por una o dos expresiones como suele pasar en casos parecidos). Lo que está muy claro es que los accidentes se multiplicarían, si una persona va en carro, moto o bicicleta con la escafandra puesta. De otro lado, la sociabilidad se iría por el sumidero. Es impensable una reunión en la que unos aparatos oculten los ojos de la mayoría de las personas.
Lejos de mí ser enemigo del cambio. Aparte de que es inevitable, el cambio en muchos aspectos trae consigo el progreso. Cierto también es que toda novedad implica problemas. Por lo que yo he visto, hoy muchas cosas son semejantes a como eran hace 50 años. La tecnología cambia rápido, la especie despacio.