Lo que en billar se conoce como el “efecto contrario” tiene un correlato sorprendente en la vida real, cuya encarnación más contundente lleva peluquín y escribe tuits escandalosos a las tres de la mañana.
Durante años los medios gringos no extremistas se alarmaron por las mentiras, exageraciones y ofensas que lanzaba a diario Donald Trump, empezando por una obsesiva falsedad según la cual Barack Obama había nacido en Kenia y no en Hawái, como decía su certificado oficial. La madre de Obama, quien con más fuerza habría podido desmentir a Trump, estaba muerta y la mentira echó raíces. Ya de cara a las elecciones del año pasado, estos mismos medios indignados quisieron denunciar y destruir a Trump, logrando justo lo contrario: hacerle publicidad. La consecuencia no puede ser más contundente: el hombre es hoy presidente de Estados Unidos.
Muy conocida también es la lógica sencillamente brutal del Estado Islámico. Sus militantes, vestidos de naranja y acompañados por algún camarógrafo diestro, degüellan en vivo y en directo a dos o tres docenas de “traidores” y se sientan a esperar la avalancha de publicidad que esto les genera. Todo el misterio aquí depende de un anglicismo insustituible: el target. Mientras los medios internacionales buscan la mayor audiencia posible, estos astutos luchadores de judo comunicacional buscan targets muy precisos, sobre los cuales quieren ejercer el ya citado efecto contrario. No les importa que a la inmensa mayoría de la gente le repugnen las decapitaciones, siempre y cuando unas diminutas minorías inestables, dígase unos jóvenes occidentales de origen musulmán, desafectos y solitarios, se exciten con el sangriento espectáculo hasta el punto de llevarlos a alistarse en el Estado Islámico, según se vio con los miles reclutas europeos conseguidos por el movimiento en años recientes.
Todo esto viene a cuento por la última irrupción del efecto contrario, conocida como “el reto de la ballena azul”. Los medios, sobre todo la radio y la televisión, están decididos a combatir este dañino fenómeno que afecta —otra vez— a adolescentes solitarios e inestables, dispuestos a completar una serie de retos que concluyen con el suicidio. Y uno les abona a los medios las buenas intenciones, pero hay que decirles que la campaña ha tenido resultados deplorables. En vez de decrecer, los grupos de Facebook que promueven al peligroso cetáceo se han reproducido en forma exponencial. ¿Cómo decía Einstein? Ah, sí: “No existe signo de locura más claro que hacer lo mismo una y otra vez y esperar un resultado diferente”. Urge, pues, una revisión de los usos del prime time y de las noticias virales, dado que están causando claros efectos contrarios. Es como si un médico nos prescribiera un remedio para la úlcera que, en vez de curarla, la perforara.
Yo tampoco sé con exactitud cuál es el tratamiento adecuado para contrarrestar el efecto contrario, aunque sí sé que involucra administrar un silencio selectivo, o sea lo que los grandilocuentes llaman autocensura. El escándalo genera audiencias y muchos medios simplemente no resisten la tentación de atraerlas. Por dos o tres que caen en la tentación, otros muchos siguen detrás. Tal parece que por alguna parte anduviera el flautista de Hamelín, tocando su instrumento para beneficio de los psicópatas. Los niños y adolescentes a los que invita a la cueva oscura podrían estar a nuestro alrededor, de modo que no se vale ser bienpensantes.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes
Lo que en billar se conoce como el “efecto contrario” tiene un correlato sorprendente en la vida real, cuya encarnación más contundente lleva peluquín y escribe tuits escandalosos a las tres de la mañana.
Durante años los medios gringos no extremistas se alarmaron por las mentiras, exageraciones y ofensas que lanzaba a diario Donald Trump, empezando por una obsesiva falsedad según la cual Barack Obama había nacido en Kenia y no en Hawái, como decía su certificado oficial. La madre de Obama, quien con más fuerza habría podido desmentir a Trump, estaba muerta y la mentira echó raíces. Ya de cara a las elecciones del año pasado, estos mismos medios indignados quisieron denunciar y destruir a Trump, logrando justo lo contrario: hacerle publicidad. La consecuencia no puede ser más contundente: el hombre es hoy presidente de Estados Unidos.
Muy conocida también es la lógica sencillamente brutal del Estado Islámico. Sus militantes, vestidos de naranja y acompañados por algún camarógrafo diestro, degüellan en vivo y en directo a dos o tres docenas de “traidores” y se sientan a esperar la avalancha de publicidad que esto les genera. Todo el misterio aquí depende de un anglicismo insustituible: el target. Mientras los medios internacionales buscan la mayor audiencia posible, estos astutos luchadores de judo comunicacional buscan targets muy precisos, sobre los cuales quieren ejercer el ya citado efecto contrario. No les importa que a la inmensa mayoría de la gente le repugnen las decapitaciones, siempre y cuando unas diminutas minorías inestables, dígase unos jóvenes occidentales de origen musulmán, desafectos y solitarios, se exciten con el sangriento espectáculo hasta el punto de llevarlos a alistarse en el Estado Islámico, según se vio con los miles reclutas europeos conseguidos por el movimiento en años recientes.
Todo esto viene a cuento por la última irrupción del efecto contrario, conocida como “el reto de la ballena azul”. Los medios, sobre todo la radio y la televisión, están decididos a combatir este dañino fenómeno que afecta —otra vez— a adolescentes solitarios e inestables, dispuestos a completar una serie de retos que concluyen con el suicidio. Y uno les abona a los medios las buenas intenciones, pero hay que decirles que la campaña ha tenido resultados deplorables. En vez de decrecer, los grupos de Facebook que promueven al peligroso cetáceo se han reproducido en forma exponencial. ¿Cómo decía Einstein? Ah, sí: “No existe signo de locura más claro que hacer lo mismo una y otra vez y esperar un resultado diferente”. Urge, pues, una revisión de los usos del prime time y de las noticias virales, dado que están causando claros efectos contrarios. Es como si un médico nos prescribiera un remedio para la úlcera que, en vez de curarla, la perforara.
Yo tampoco sé con exactitud cuál es el tratamiento adecuado para contrarrestar el efecto contrario, aunque sí sé que involucra administrar un silencio selectivo, o sea lo que los grandilocuentes llaman autocensura. El escándalo genera audiencias y muchos medios simplemente no resisten la tentación de atraerlas. Por dos o tres que caen en la tentación, otros muchos siguen detrás. Tal parece que por alguna parte anduviera el flautista de Hamelín, tocando su instrumento para beneficio de los psicópatas. Los niños y adolescentes a los que invita a la cueva oscura podrían estar a nuestro alrededor, de modo que no se vale ser bienpensantes.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes