Una doctrina reciente postula que entre la gente existen características inmutables determinadas, de modo que cualquier persona, sea quien sea, no puede ir más allá de los límites de su identidad, entendida a la manera de los posmodernos. Según eso, una mujer escribirá como mujer y de un modo u otro podrá ser reconocida como tal.
Pues bien, Aurore Dupin fue la hija más o menos accidental de una mujer pobre y de un terrateniente aristócrata. Aurore se casó, tuvo dos hijos y después, contra las costumbres establecidas en su siglo XIX, se separó de su marido. Ella se ponía con frecuencia vestimenta masculina y a medida que se volvió una escritora conocida lo hizo bajo un pseudónimo: George Sand, un nombre obviamente masculino. Por si fuera poco, fumaba en público. Entre sus amantes estuvieron Alfred de Musset y Chopin. El propio Víctor Hugo se abstenía de considerar su escritura femenina o masculina. ¿Estamos ante una excepción a la doctrina posmoderna o ante una doctrina posmoderna caprichosa? Yo me inclino por lo segundo.
No fue el caso único. Son conocidos otros libros publicados bajo pseudónimos masculinos, escritos por mujeres, como la inglesa George Eliot, quien en realidad se llamaba Mary Ann Evans. Algunos lectores de supuesto conocimiento en esta materia aseguraron que el autor de ciertos textos era un hombre y no, resultó ser una mujer. Aquí ante esta pantalla entiendo lo absurdo de esta teoría. Pongo una palabra detrás de otra y no veo de qué manera mis hormonas saltarinas son una base infranqueable para ordenar el proceso. Tampoco lo son mi nacionalidad o mi color de piel, si a ello vamos.
La política de las identidades puede ser muy dañina. Les recomiendo las críticas de Kwame Anthony Appiah a eso que él llama también el esencialismo. Por si acaso, Kwame es mitad ghanés noble, mitad inglés, nacido en Inglaterra y ciudadano de Estados Unidos. No ha permitido que ninguna de estas múltiples características resulte central en su vida, aunque al final de cuentas todas son significativas.
Claro que hay que combatir las desigualdades, pero el esencialismo es reduccionista y encierra a la gente en un cajón estrecho. Al final pueden generar reacciones fuertes en contra, o sea, efectos contrarios a los buscados. Sugiero de veras leer lo que dice Kwame Appiah, un filósofo de peso. Para él, ser diverso no es lo mismo a ser igual, sin que diga que no pertenece a una comunidad. Claro que es gay y lo dice, si bien no le da mayor importancia a ese hecho. Está casado hace mucho, pero en sus entrevistas no habla mucho de ello ni permite que lo encasillen. Ah, y es mitad negro y mitad blanco, como Obama. Tampoco permite que lo encasillen en eso.
En fin, para mi tratar igual lo que es diverso plantea grandes problemas. Cada cual dirá a cuál identidad le da más peso en su vida y a cuál menos. Por ejemplo, el magistrado de la CSJ de Estados Unidos, Clarence Thomas, ¿representa a los negros cuando pide que la Corte reconsidere los derechos federales a usar anticonceptivos con ayuda estatal o a casarse con una persona del mismo sexo? Alguien podría contestar con la vieja paradoja: sí y no o todo lo contrario.
Cualquier persona tiene derecho a impulsar la política de las identidades. Lo que dice Kwame, y ratifico yo, es que al final esa política puede causar más problemas de los que soluciona. A mí no me atraen los esencialismos. Lo siento.
Una doctrina reciente postula que entre la gente existen características inmutables determinadas, de modo que cualquier persona, sea quien sea, no puede ir más allá de los límites de su identidad, entendida a la manera de los posmodernos. Según eso, una mujer escribirá como mujer y de un modo u otro podrá ser reconocida como tal.
Pues bien, Aurore Dupin fue la hija más o menos accidental de una mujer pobre y de un terrateniente aristócrata. Aurore se casó, tuvo dos hijos y después, contra las costumbres establecidas en su siglo XIX, se separó de su marido. Ella se ponía con frecuencia vestimenta masculina y a medida que se volvió una escritora conocida lo hizo bajo un pseudónimo: George Sand, un nombre obviamente masculino. Por si fuera poco, fumaba en público. Entre sus amantes estuvieron Alfred de Musset y Chopin. El propio Víctor Hugo se abstenía de considerar su escritura femenina o masculina. ¿Estamos ante una excepción a la doctrina posmoderna o ante una doctrina posmoderna caprichosa? Yo me inclino por lo segundo.
No fue el caso único. Son conocidos otros libros publicados bajo pseudónimos masculinos, escritos por mujeres, como la inglesa George Eliot, quien en realidad se llamaba Mary Ann Evans. Algunos lectores de supuesto conocimiento en esta materia aseguraron que el autor de ciertos textos era un hombre y no, resultó ser una mujer. Aquí ante esta pantalla entiendo lo absurdo de esta teoría. Pongo una palabra detrás de otra y no veo de qué manera mis hormonas saltarinas son una base infranqueable para ordenar el proceso. Tampoco lo son mi nacionalidad o mi color de piel, si a ello vamos.
La política de las identidades puede ser muy dañina. Les recomiendo las críticas de Kwame Anthony Appiah a eso que él llama también el esencialismo. Por si acaso, Kwame es mitad ghanés noble, mitad inglés, nacido en Inglaterra y ciudadano de Estados Unidos. No ha permitido que ninguna de estas múltiples características resulte central en su vida, aunque al final de cuentas todas son significativas.
Claro que hay que combatir las desigualdades, pero el esencialismo es reduccionista y encierra a la gente en un cajón estrecho. Al final pueden generar reacciones fuertes en contra, o sea, efectos contrarios a los buscados. Sugiero de veras leer lo que dice Kwame Appiah, un filósofo de peso. Para él, ser diverso no es lo mismo a ser igual, sin que diga que no pertenece a una comunidad. Claro que es gay y lo dice, si bien no le da mayor importancia a ese hecho. Está casado hace mucho, pero en sus entrevistas no habla mucho de ello ni permite que lo encasillen. Ah, y es mitad negro y mitad blanco, como Obama. Tampoco permite que lo encasillen en eso.
En fin, para mi tratar igual lo que es diverso plantea grandes problemas. Cada cual dirá a cuál identidad le da más peso en su vida y a cuál menos. Por ejemplo, el magistrado de la CSJ de Estados Unidos, Clarence Thomas, ¿representa a los negros cuando pide que la Corte reconsidere los derechos federales a usar anticonceptivos con ayuda estatal o a casarse con una persona del mismo sexo? Alguien podría contestar con la vieja paradoja: sí y no o todo lo contrario.
Cualquier persona tiene derecho a impulsar la política de las identidades. Lo que dice Kwame, y ratifico yo, es que al final esa política puede causar más problemas de los que soluciona. A mí no me atraen los esencialismos. Lo siento.