Sobre las elecciones de este domingo ya casi todo está dicho, de suerte que hoy prefiero hablar de Anthony Bourdain.
Me sugirieron en su momento que buscara los derechos para publicar en El Malpensante el ensayo que lo hizo famoso: “No coma antes de leer esto”, aparecido en The New Yorker en 1999. Recuerdo bien que desconfié del texto. Eso del pescado viejo de los lunes, la carne mala que, en vez de tirarla a la caneca, se le empaca al tarado que la pide cocinada tres cuartos, la noción de que la cocina de un restaurante de alto perfil es algo así como un antro lleno de criminales no asesinos, todas me parecieron imágenes tan impactantes como injustas. Al final no lo publicamos.
Hoy, al releer el ensayo, me siguen pareciendo sospechosos sus argumentos, pero es imposible dudar de la potencia de la pluma. Dicho de otro modo, chefs o cocineros —como a Bourdain le gustaba llamarse— hay miles. Que tengan semejante potencia para escribir, muy pocos o, últimamente, solo uno. Así que de lo que hoy se duele el mundo es de la muerte de un gran contador de historias, de un escritor que, por afortunada coincidencia, sabía de gastronomía y tenía una bella voz de baritono, una pinta de dandi largo y traqueado y una actitud frentera, ácida y cariñosa a la vez, atributos que lo convirtieron en un tremendo fenómeno mediático.
Yo habré visto una veintena larga de los más de 200 programas que grabó, aunque antes de escribir esta columna sí leí todo lo que pude encontrar. Recuperando intuiciones, recordé que me impactó la densidad casi desesperada de su defensa de Asia Argento, su novia de los últimos tiempos, víctima notoria de Harvey Weinstein. Entiendo la aversión al violador, pero al mismo tiempo es difícil no ver a Bourdain como el prototipo del macho alfa —en una profesión en la que abundan los pavos reales— que va por el mundo rindiendo corazones, usando palabras de grueso calibre como quien condimenta una pierna de cordero y zampándose la víscera todavía palpitante de una criatura cuando se la ofrece alguno de los invitados de cien países que pasaron por su programa.
Bourdain vivió una larga adicción a las drogas y al alcohol. “Tu cuerpo no es un templo. Es un parque de diversiones. Disfruta del viaje”, decía. De esa catástrofe lo salvó una fuerte voluntad. Por si acaso, expresó varias veces una aguda culpa por la estupidez de la guerra contra las drogas. ¿Pero qué clase de monstruos se ocultaban tras su personalidad exuberante y en qué consistía lo que él llamó su “gen oscuro”? Varias personas, incluida su madre, han dicho que en la vida real también era esa especie de exhalación sobrecogedora que se ve en televisión. Razón de más para sospechar que la procesión iba muy adentro y era tanto más peligrosa cuanto que no encontraba grietas para salir a la luz.
Uno sospecha que el raudo desenlace lo precipitó tal vez el desamor, devastador para un hombre famoso y orgulloso de 61 años, mezclado quizá con un llamado de los viejos demonios. Haya sido lo que haya sido, fue demasiado para él. “Ensáyalo todo al menos una vez”, dice Tony en su libro más célebre, Kitchen Confidential, titulado en español Confesiones de un chef. Sí, Tony lo ensayó todo al menos una vez y el viernes 8 de junio de 2018 fue el último ensayo. Infortunadamente tuvo éxito y murió.
Obama, su invitado más famoso, lo definió de un plumazo en un tuit: “Nos enseñó a no temer lo desconocido”.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes
Sobre las elecciones de este domingo ya casi todo está dicho, de suerte que hoy prefiero hablar de Anthony Bourdain.
Me sugirieron en su momento que buscara los derechos para publicar en El Malpensante el ensayo que lo hizo famoso: “No coma antes de leer esto”, aparecido en The New Yorker en 1999. Recuerdo bien que desconfié del texto. Eso del pescado viejo de los lunes, la carne mala que, en vez de tirarla a la caneca, se le empaca al tarado que la pide cocinada tres cuartos, la noción de que la cocina de un restaurante de alto perfil es algo así como un antro lleno de criminales no asesinos, todas me parecieron imágenes tan impactantes como injustas. Al final no lo publicamos.
Hoy, al releer el ensayo, me siguen pareciendo sospechosos sus argumentos, pero es imposible dudar de la potencia de la pluma. Dicho de otro modo, chefs o cocineros —como a Bourdain le gustaba llamarse— hay miles. Que tengan semejante potencia para escribir, muy pocos o, últimamente, solo uno. Así que de lo que hoy se duele el mundo es de la muerte de un gran contador de historias, de un escritor que, por afortunada coincidencia, sabía de gastronomía y tenía una bella voz de baritono, una pinta de dandi largo y traqueado y una actitud frentera, ácida y cariñosa a la vez, atributos que lo convirtieron en un tremendo fenómeno mediático.
Yo habré visto una veintena larga de los más de 200 programas que grabó, aunque antes de escribir esta columna sí leí todo lo que pude encontrar. Recuperando intuiciones, recordé que me impactó la densidad casi desesperada de su defensa de Asia Argento, su novia de los últimos tiempos, víctima notoria de Harvey Weinstein. Entiendo la aversión al violador, pero al mismo tiempo es difícil no ver a Bourdain como el prototipo del macho alfa —en una profesión en la que abundan los pavos reales— que va por el mundo rindiendo corazones, usando palabras de grueso calibre como quien condimenta una pierna de cordero y zampándose la víscera todavía palpitante de una criatura cuando se la ofrece alguno de los invitados de cien países que pasaron por su programa.
Bourdain vivió una larga adicción a las drogas y al alcohol. “Tu cuerpo no es un templo. Es un parque de diversiones. Disfruta del viaje”, decía. De esa catástrofe lo salvó una fuerte voluntad. Por si acaso, expresó varias veces una aguda culpa por la estupidez de la guerra contra las drogas. ¿Pero qué clase de monstruos se ocultaban tras su personalidad exuberante y en qué consistía lo que él llamó su “gen oscuro”? Varias personas, incluida su madre, han dicho que en la vida real también era esa especie de exhalación sobrecogedora que se ve en televisión. Razón de más para sospechar que la procesión iba muy adentro y era tanto más peligrosa cuanto que no encontraba grietas para salir a la luz.
Uno sospecha que el raudo desenlace lo precipitó tal vez el desamor, devastador para un hombre famoso y orgulloso de 61 años, mezclado quizá con un llamado de los viejos demonios. Haya sido lo que haya sido, fue demasiado para él. “Ensáyalo todo al menos una vez”, dice Tony en su libro más célebre, Kitchen Confidential, titulado en español Confesiones de un chef. Sí, Tony lo ensayó todo al menos una vez y el viernes 8 de junio de 2018 fue el último ensayo. Infortunadamente tuvo éxito y murió.
Obama, su invitado más famoso, lo definió de un plumazo en un tuit: “Nos enseñó a no temer lo desconocido”.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes