Hasta hace dos o tres generaciones —cuatro en países muy avanzados—, las mujeres tenían las de perder frente a los hombres. Casi todas las sociedades eran patriarcales, como lo describe sin arriesgarse a explicarlo el historiador Yuval Harari en su libro Sapiens. Pocas trabajaban u obtenían títulos para ejercer las profesiones más prestigiosas, y lo normal era que las educaran, si se me permite abusar de este verbo crucial, para casarse y tener muchos hijos. La condición femenina era difícilmente deseable. Los hombres las amaban, sí, pero pocos las querían independientes.
Esta condición subalterna ha cambiado y, sobre todo, sigue cambiando, hecha excepción de aquellos países donde predominan las religiones más sexistas, por el estilo de Arabia Saudita. Se trata, visto en perspectiva, de algo dramático. No obstante, o hasta por eso mismo, cuando alguien como el suscrito se presenta ante una audiencia —grande, mediana o pequeña, da igual— y osa hablar del tema, lo normal son los abucheos, los rumores sordos o no tan sordos, la crítica ácida, los señalamientos. Según un amplio sector del público, uno no puede, así lo quiera, dejar de lado sus prejuicios machistas.
Ok, entonces a aguantar la andanada por cuenta de la historia. El problema es que así la situación general de las mujeres haya mejorado muchísimo, todavía está lejos de ser comparable a la de los hombres. Para los más conservadores el ritmo del cambio ha sido excesivo, para otros va según las previsiones que no recomiendan hacer revoluciones por las muchas desgracias que algunas de ellas han traído, y para otros, que en este caso son sobre todo otras, falta tanto que es indispensable machacar, machacar y machacar. Escoja usted en qué cuadrante quiere estar ubicado o ubicada.
Caído en la tentación de pronunciarme sobre el tema, prosigo con mi prédica reformista. Si la idea es reformar el pasado, de más está decir que el pasado ya pasó, pero ¿sí es tan irreformable como se suele pensar? Se han echado a andar numerosos procesos que proponen justamente eso. El blanco son los grandes machos que aún viven y gozan de prestigio, aunque también se aspira a enterrar, junto con sus logros, a los machos muertos. Hay casos muy sonados, y pongamos de único ejemplo a Plácido Domingo, un hombre por lo visto muy abusivo hace tiempo, así no se le acuse, como a otros, de violador. Y vaya que a sus 78 años están logrando sacarlo a sombrerazos de cualquier posición de honor.
Si las cosas se siguen intensificando al ritmo actual, la confrontación entre los sexos podría volverse una guerra abierta. Algo semejante reduciría los índices de natalidad actuales y crearía guetos en los que se juntarían hombres con hombres y mujeres con mujeres, con tal cual audaz pareja heterosexual. La otra opción es que se llegue a un armisticio y se acepte lo evidente: somos distintos, pero nos necesitamos en la diferencia, preferible para muchos de nosotros a la aburrida homogeneidad. Sí, hay comportamientos machistas que se han vuelto difíciles, si no imposibles. Un hombre civilizado, sin perder del todo su condición masculina, no debe incurrir en ellos. También hay comportamientos femeninos de poco recibo por fuera de ciertos clubes cerrados y belicosos.
Eso sí, el clamor de las audiencias cuando uno opina sobre el otro género es inescapable. Nada grave. Asunto de aprender a sonreír ante el ruido de los abucheos.
Hasta hace dos o tres generaciones —cuatro en países muy avanzados—, las mujeres tenían las de perder frente a los hombres. Casi todas las sociedades eran patriarcales, como lo describe sin arriesgarse a explicarlo el historiador Yuval Harari en su libro Sapiens. Pocas trabajaban u obtenían títulos para ejercer las profesiones más prestigiosas, y lo normal era que las educaran, si se me permite abusar de este verbo crucial, para casarse y tener muchos hijos. La condición femenina era difícilmente deseable. Los hombres las amaban, sí, pero pocos las querían independientes.
Esta condición subalterna ha cambiado y, sobre todo, sigue cambiando, hecha excepción de aquellos países donde predominan las religiones más sexistas, por el estilo de Arabia Saudita. Se trata, visto en perspectiva, de algo dramático. No obstante, o hasta por eso mismo, cuando alguien como el suscrito se presenta ante una audiencia —grande, mediana o pequeña, da igual— y osa hablar del tema, lo normal son los abucheos, los rumores sordos o no tan sordos, la crítica ácida, los señalamientos. Según un amplio sector del público, uno no puede, así lo quiera, dejar de lado sus prejuicios machistas.
Ok, entonces a aguantar la andanada por cuenta de la historia. El problema es que así la situación general de las mujeres haya mejorado muchísimo, todavía está lejos de ser comparable a la de los hombres. Para los más conservadores el ritmo del cambio ha sido excesivo, para otros va según las previsiones que no recomiendan hacer revoluciones por las muchas desgracias que algunas de ellas han traído, y para otros, que en este caso son sobre todo otras, falta tanto que es indispensable machacar, machacar y machacar. Escoja usted en qué cuadrante quiere estar ubicado o ubicada.
Caído en la tentación de pronunciarme sobre el tema, prosigo con mi prédica reformista. Si la idea es reformar el pasado, de más está decir que el pasado ya pasó, pero ¿sí es tan irreformable como se suele pensar? Se han echado a andar numerosos procesos que proponen justamente eso. El blanco son los grandes machos que aún viven y gozan de prestigio, aunque también se aspira a enterrar, junto con sus logros, a los machos muertos. Hay casos muy sonados, y pongamos de único ejemplo a Plácido Domingo, un hombre por lo visto muy abusivo hace tiempo, así no se le acuse, como a otros, de violador. Y vaya que a sus 78 años están logrando sacarlo a sombrerazos de cualquier posición de honor.
Si las cosas se siguen intensificando al ritmo actual, la confrontación entre los sexos podría volverse una guerra abierta. Algo semejante reduciría los índices de natalidad actuales y crearía guetos en los que se juntarían hombres con hombres y mujeres con mujeres, con tal cual audaz pareja heterosexual. La otra opción es que se llegue a un armisticio y se acepte lo evidente: somos distintos, pero nos necesitamos en la diferencia, preferible para muchos de nosotros a la aburrida homogeneidad. Sí, hay comportamientos machistas que se han vuelto difíciles, si no imposibles. Un hombre civilizado, sin perder del todo su condición masculina, no debe incurrir en ellos. También hay comportamientos femeninos de poco recibo por fuera de ciertos clubes cerrados y belicosos.
Eso sí, el clamor de las audiencias cuando uno opina sobre el otro género es inescapable. Nada grave. Asunto de aprender a sonreír ante el ruido de los abucheos.