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Vivimos en la era de la ciencia, por chiripa o por carambola, según se quiera ver. De sobra sabemos que en 2020 se propagó por el mundo de forma inesperada una pandemia muy peligrosa. El peligro depende de razones casi contradictorias: de un lado el COVID-19 es en extremo contagioso y ha afectado a muchos millones, de otro lado no es tan letal y pasa una semana o más de latencia en la persona portadora del virus sin que se vean los síntomas. Es conocido el contraste paradójico con la pandemia de gripa española de hace 100 años, que se acabó más rápido justamente por ser tan letal. Las personas se morían o se curaban, en ambos casos desapareciendo como focos de contagio. No sucede así con el COVID. Dada además su presencia en la (¿cuasi?) totalidad del globo, son comunes las mutaciones cuyo recorrido nombrado ya va por la segunda mitad del alfabeto griego.
Sin embargo, el ingenio y la laboriosidad de los científicos lograron en meses lo que antes tomaba años, si no décadas: desarrollar varias vacunas que funcionan muy bien contra las distintas variantes del virus. Claro, al igual que sucede con otras vacunas, las mencionadas no son 100 % eficaces, lo que a veces termina mal, así la probabilidad de daño grave en una persona sea algo así como 20 veces mayor para quienes no se vacunan.
Ok, fuera apenas asunto de controlar una pandemia peligrosa ya tendríamos mucho que agradecer a los científicos. No obstante, el potencial mostrado por la ciencia es muy superior, pues ya se está usando la tecnología ARN o de vacunas mensajeras para atacar otros males. Con esta tecnología y otras análogas se están investigado vacunas potenciales contra varias formas de cáncer, la tuberculosis, el sida, el dengue y la fiebre tifoidea, entre otras. En general, va a ser posible en el futuro enviar mensajeros beneficiosos a las células de un cuerpo vivo —humano o no— para que hagan esto o dejen de hacer aquello, lo que apenas una década atrás parecía ciencia ficción.
Ocuparse de la salud humana es una de las principales vertientes de la ciencia, pero está lejos de ser la única. Hoy se entiende mucho mejor el funcionamiento del universo y se sospecha el de los multiversos, consecuencia de la física teórica; la biología cada vez perfila mejor la vida animal y vegetal en la Tierra; la química permite controlar miles de reacciones antes espontáneas o descontroladas. Incluso, el así llamado método científico se usa con mucho provecho, aunque de forma más polémica, en las llamadas ciencias sociales, digamos la economía, la antropología, la sociología y demás.
Muy en particular, la ciencia es vital para la salud del planeta, de cuya postración nos enteramos hace apenas unas pocas décadas. El tema involucra casi todas las disciplinas y ciencias arriba mencionadas y los cruces de una con otra dan para polémicas interminables, aparte de necesarias. No solo hablamos de los problemas globales, como el calentamiento global o la acidificación de los océanos, sino locales, como la contaminación de los ríos y los lagos.
No obstante, las ciencias y su método también tienen enemigos poderosos. El negacionismo, en sus diversas formas, casi todas originadas en prejuicios de raíz religiosa, arrastra multitudes. Los hospitales están llenos de moribundos que se negaron a vacunarse contra el COVID. Ni modos, ninguna convicción en este planeta es realmente universal.