Haga el lector de cuenta que a un niño le dan una ametralladora y le explican cómo dispararla. Nada de raro que primero apriete el gatillo y después pregunte. Así más o menos operan las redes sociales o la casi instantánea digitalización de cualquier novedad. Hay fusilamientos por doquier. Esto me retrotrae a Historia de dos ciudades, la novela de Dickens. En ella figuran la escalofriante madame Defarge y su red de condenados. Una incesante sed de venganza la mantiene tejiendo al pie de la guillotina. Ahora tal vez no rueden cabezas, pero la honra de una persona sí es decapitada en un pispás.
No me refiero a hombres muy poderosos como Harvey Weinstein, Bill Cosby, Roger Ailes o Bill O’Reilly, quienes por lo que se sabe con suficiente certeza —y se sabe mucho— abusaron repetidamente y durante años de mujeres de todo tipo, cruzando en forma repetida la línea del delito. Tampoco me refiero a los corruptos que son expuestos por fin, después de años de depredaciones. Hablo de quienes, en esos mismos territorios y en el resto de las zonas de escándalo, caben en dos categorías: los que cometieron algún error, incluso grave, mucho tiempo atrás y no lo repitieron, y los inocentes, que los hay en abundancia. También están los que incurren en simples faltas de juicio con alguna declaración equivocada u ofensiva, pero no van más allá. Hasta la última vez que averigüé, un disparate verbal todavía no era delito.
Recordemos algunos personajes que cometieron errores graves en su juventud. Antes de la Segunda Guerra allá en su nativa Rumania, Emil Cioran fue cercano a la Guardia de Hierro, una organización de extrema derecha, y tuvo simpatía por causas totalitarias. Nada de raro que hubiera participado en alguna redada. Günter Grass perteneció a las Waffen-SS a la edad de 17 años. Esto se supo cuando ya era viejo y llevaba el Premio Nobel bajo el brazo. Milan Kundera, siendo un ferviente militante comunista en la inmediata posguerra, denunció a un colega a la policía secreta checa y el hombre pasó largos años en la cárcel. O para hablar de Colombia, se dice que el célebre antropólogo austro-colombiano Gerardo Reichel-Dolmatoff perteneció a las Juventudes Hitlerianas y estuvo vinculado a las SS entre los 14 y 26 años de edad. Pues bien, hay quienes piensan que el mucho bien que luego se asocia con estos afamados personajes queda anulado por sus errores de comienzos de la vida adulta.
Las redes sociales no han hecho más que acelerar hasta el delirio la velocidad de expansión de estas manchas indelebles. En la religión del escándalo no existe prescripción, ni perdón ni segunda instancia: manchado una vez, manchado para siempre. Tampoco existe la presunción de inocencia: los que dudan son relegados. Nunca pensé que volvería por mis pasos, pero en este contexto se ve la fuerza de la advertencia evangélica, según la cual, “quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”.
En tiempos de la inquisición se usaba un procedimiento conocido como la ordalía, que consistía en que el acusado de herejía debía demostrar su inocencia con procedimientos como poner la mano en el fuego y salir indemne. La idea estrafalaria era que así Dios señalaba a los inocentes. De más está decir que la gente moría a raudales a consecuencia de las torturas.
Pues bien, en el mundo cibernético ni siquiera hay ordalías. El único “perdón” suele ser el cansancio de los cazadores, que con seguridad ya encontraron otra presa.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes
Haga el lector de cuenta que a un niño le dan una ametralladora y le explican cómo dispararla. Nada de raro que primero apriete el gatillo y después pregunte. Así más o menos operan las redes sociales o la casi instantánea digitalización de cualquier novedad. Hay fusilamientos por doquier. Esto me retrotrae a Historia de dos ciudades, la novela de Dickens. En ella figuran la escalofriante madame Defarge y su red de condenados. Una incesante sed de venganza la mantiene tejiendo al pie de la guillotina. Ahora tal vez no rueden cabezas, pero la honra de una persona sí es decapitada en un pispás.
No me refiero a hombres muy poderosos como Harvey Weinstein, Bill Cosby, Roger Ailes o Bill O’Reilly, quienes por lo que se sabe con suficiente certeza —y se sabe mucho— abusaron repetidamente y durante años de mujeres de todo tipo, cruzando en forma repetida la línea del delito. Tampoco me refiero a los corruptos que son expuestos por fin, después de años de depredaciones. Hablo de quienes, en esos mismos territorios y en el resto de las zonas de escándalo, caben en dos categorías: los que cometieron algún error, incluso grave, mucho tiempo atrás y no lo repitieron, y los inocentes, que los hay en abundancia. También están los que incurren en simples faltas de juicio con alguna declaración equivocada u ofensiva, pero no van más allá. Hasta la última vez que averigüé, un disparate verbal todavía no era delito.
Recordemos algunos personajes que cometieron errores graves en su juventud. Antes de la Segunda Guerra allá en su nativa Rumania, Emil Cioran fue cercano a la Guardia de Hierro, una organización de extrema derecha, y tuvo simpatía por causas totalitarias. Nada de raro que hubiera participado en alguna redada. Günter Grass perteneció a las Waffen-SS a la edad de 17 años. Esto se supo cuando ya era viejo y llevaba el Premio Nobel bajo el brazo. Milan Kundera, siendo un ferviente militante comunista en la inmediata posguerra, denunció a un colega a la policía secreta checa y el hombre pasó largos años en la cárcel. O para hablar de Colombia, se dice que el célebre antropólogo austro-colombiano Gerardo Reichel-Dolmatoff perteneció a las Juventudes Hitlerianas y estuvo vinculado a las SS entre los 14 y 26 años de edad. Pues bien, hay quienes piensan que el mucho bien que luego se asocia con estos afamados personajes queda anulado por sus errores de comienzos de la vida adulta.
Las redes sociales no han hecho más que acelerar hasta el delirio la velocidad de expansión de estas manchas indelebles. En la religión del escándalo no existe prescripción, ni perdón ni segunda instancia: manchado una vez, manchado para siempre. Tampoco existe la presunción de inocencia: los que dudan son relegados. Nunca pensé que volvería por mis pasos, pero en este contexto se ve la fuerza de la advertencia evangélica, según la cual, “quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”.
En tiempos de la inquisición se usaba un procedimiento conocido como la ordalía, que consistía en que el acusado de herejía debía demostrar su inocencia con procedimientos como poner la mano en el fuego y salir indemne. La idea estrafalaria era que así Dios señalaba a los inocentes. De más está decir que la gente moría a raudales a consecuencia de las torturas.
Pues bien, en el mundo cibernético ni siquiera hay ordalías. El único “perdón” suele ser el cansancio de los cazadores, que con seguridad ya encontraron otra presa.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes