Que la Policía Nacional de Colombia se convierta en una dependencia civil no sería, como piensan algunos, la panacea para evitar los muertos, el abuso policial, el vandalismo y la destrucción que se vieron la semana pasada, pero el cambio sí es necesario. Trazando apenas una analogía, en Estados Unidos la policía es civil y debido al sistema federal también es local y está adscrita a cada estado. Sin embargo, esto no ha impedido que desde hace más de cien años sea el vehículo de un poderoso racismo y otras prácticas perversas. En México, el localismo de las policías federales ha causado un caos imposible, al cual no debe aspirar Colombia. No, aquí se necesita una Policía nacional con responsabilidades nacionales, aunque sí conviene que la controlen directamente los civiles de las distintas jurisdicciones.
Desde cuando en los años 70 y 80 del siglo pasado nos dejamos arrastrar a la tóxica espiral de la prohibición, la guerra contra las drogas, los carteles y los narcos, retroalimentada por un conflicto político armado viejo y no resuelto, al cual le salió la hijuela diabólica del paramilitarismo, nuestro país ha vivido una degradación criminal que hace indispensables la represión y el control. Para algunos, este lapso ha sido más o menos vivible; para otros, ni siquiera eso. Dicho de otro modo, claro que necesitamos a la Policía, pero justamente debe ser una fuerza virtuosa y responsable, que ha brillado por su ausencia en tiempos recientes, pese a que en ella sí hay muchos miembros honorables.
Un viejo ideario optimista sugiere convertir la crisis actual en una oportunidad, es decir, en una ocasión para hacer cambios de fondo y para depurar a la Policía. Se requeriría de una reforma constitucional que elimine el esquema militar que la paraliza y la vuelve tan rígida y vertical como las demás fuerzas armadas. Sin embargo, esa tarea le tiene que quedar al próximo gobierno, siempre y cuando sea presidido por el centro o el centro izquierda. Porque si se reelige a la derecha, el problema dura cuatro años más, y si gana el populismo, niansesabe, según dicen por ahí. Podría venir el caos. Dicho de otro modo, ni Duque ni su partido –unos radicales, otros menos–, ni los extremistas del lado opuesto son los llamados a solucionar este lío.
Una Policía civil implicaría cambios de fondo. Así como hoy un civil es ministro de Defensa, es hora de que el jefe nacional de la Policía no sea un general. Podría incluso instituirse un proceso electoral para que no fuera subalterno del poder ejecutivo, sino alguien que responda ante sus electores. También es viable la existencia de sindicatos de policías, aunque eso trae riesgos.
En Colombia la ecuación del orden público tiene su lado sencillo y su lado endiablado. El sencillo es que la protesta es un derecho que se debe ejercer con amplia libertad. El endiablado es que hay mucha gente envenenada contra los gobiernos nacionales y locales, a la que se suma la existencia de grupos residuales de guerrillas y paramilitares, para no hablar de la tradición anarquista. Entonces empiezan la destrucción, los incendios y la violencia, y el uso de la fuerza se vuelve inevitable. Es raro que esto se logre sin excesos ni abusos, así la cantidad de muertos de la semana pasada haya sobrepasado todas las expectativas.
Lo dicho arriba: ninguna panacea nos saca de la espiral en la que nos metieron hace tiempo unos políticos bienpensantes e irresponsables.
Que la Policía Nacional de Colombia se convierta en una dependencia civil no sería, como piensan algunos, la panacea para evitar los muertos, el abuso policial, el vandalismo y la destrucción que se vieron la semana pasada, pero el cambio sí es necesario. Trazando apenas una analogía, en Estados Unidos la policía es civil y debido al sistema federal también es local y está adscrita a cada estado. Sin embargo, esto no ha impedido que desde hace más de cien años sea el vehículo de un poderoso racismo y otras prácticas perversas. En México, el localismo de las policías federales ha causado un caos imposible, al cual no debe aspirar Colombia. No, aquí se necesita una Policía nacional con responsabilidades nacionales, aunque sí conviene que la controlen directamente los civiles de las distintas jurisdicciones.
Desde cuando en los años 70 y 80 del siglo pasado nos dejamos arrastrar a la tóxica espiral de la prohibición, la guerra contra las drogas, los carteles y los narcos, retroalimentada por un conflicto político armado viejo y no resuelto, al cual le salió la hijuela diabólica del paramilitarismo, nuestro país ha vivido una degradación criminal que hace indispensables la represión y el control. Para algunos, este lapso ha sido más o menos vivible; para otros, ni siquiera eso. Dicho de otro modo, claro que necesitamos a la Policía, pero justamente debe ser una fuerza virtuosa y responsable, que ha brillado por su ausencia en tiempos recientes, pese a que en ella sí hay muchos miembros honorables.
Un viejo ideario optimista sugiere convertir la crisis actual en una oportunidad, es decir, en una ocasión para hacer cambios de fondo y para depurar a la Policía. Se requeriría de una reforma constitucional que elimine el esquema militar que la paraliza y la vuelve tan rígida y vertical como las demás fuerzas armadas. Sin embargo, esa tarea le tiene que quedar al próximo gobierno, siempre y cuando sea presidido por el centro o el centro izquierda. Porque si se reelige a la derecha, el problema dura cuatro años más, y si gana el populismo, niansesabe, según dicen por ahí. Podría venir el caos. Dicho de otro modo, ni Duque ni su partido –unos radicales, otros menos–, ni los extremistas del lado opuesto son los llamados a solucionar este lío.
Una Policía civil implicaría cambios de fondo. Así como hoy un civil es ministro de Defensa, es hora de que el jefe nacional de la Policía no sea un general. Podría incluso instituirse un proceso electoral para que no fuera subalterno del poder ejecutivo, sino alguien que responda ante sus electores. También es viable la existencia de sindicatos de policías, aunque eso trae riesgos.
En Colombia la ecuación del orden público tiene su lado sencillo y su lado endiablado. El sencillo es que la protesta es un derecho que se debe ejercer con amplia libertad. El endiablado es que hay mucha gente envenenada contra los gobiernos nacionales y locales, a la que se suma la existencia de grupos residuales de guerrillas y paramilitares, para no hablar de la tradición anarquista. Entonces empiezan la destrucción, los incendios y la violencia, y el uso de la fuerza se vuelve inevitable. Es raro que esto se logre sin excesos ni abusos, así la cantidad de muertos de la semana pasada haya sobrepasado todas las expectativas.
Lo dicho arriba: ninguna panacea nos saca de la espiral en la que nos metieron hace tiempo unos políticos bienpensantes e irresponsables.