Ahora que por cuenta de la pandemia los espectáculos no abundan, no sobra meditar un poco sobre ellos.
Definamos “espectáculo” a lo bestia diciendo que es lo visto o vivido por mucha gente. Entendido así, el espectáculo no requiere de presencia física; se valen las intermediaciones, más que todo visuales y auditivas. A priori, no tengo nada contra el espectáculo definido de esa manera. Sé que los hay A, B y hasta Z. Algunos me gustan, unos pocos me emocionan, mientras abomino de la mayoría, como casi cualquier paisano. Ya se sabe que hay gustos para todo y que cabe dárselas de exclusivo.
Las artes no tienen por qué ser espectaculares —un poeta lee sus versos en voz baja ante una audiencia selecta sin que se mueva una hoja en el bosque—. Muchos grandes creadores, dígase Fernando Pessoa que viene sonando por estos días en Colombia, fueron ignorados por el público en vida, que es cuando cuenta, al menos para el creador de origen. Esta historia se ha repetido muchas veces. Sin embargo, las artes no tienen por qué no ser espectaculares. Una interpretación de la Novena sinfonía de Beethoven, para no hablar de un concierto de Dire Straits o de Joaquín Sabina, pueden ser acojonantes y multitudinarios. Al final de su vida, para recuperarse del saqueo al que lo sometió una manager inescrupulosa, Leonard Cohen dio giras de conciertos multitudinarias por muchos países, que según quienes asistieron a ellas fueron inolvidables.
Según eso, las artes y el espectáculo sí se tocan. No hay pecado en ello. El espectáculo es una posible y legítima palanca para la difusión de las artes. Muy en particular, el universo audiovisual tiene una vocación espectacular. Está la televisión abierta, donde es difícil —no imposible— que el componente artístico sobrepuje al espectacular. En contraste, la televisión cerrada, que con frecuencia también llega a tener audiencias inmensas, es la gran novedad estética de este siglo XXI en que ha creado una clara simbiosis con el arte de la narración memorable. El público, ¿es el mismo? Sí y no. O sea, a veces migra de un fenómeno al otro y de regreso. Se trata de una tensión no destructiva. Un nuevo componente del espectáculo son las redes sociales y el internet. Allí las artes no se destacan tanto, dada la casi nula discriminación que hay a la hora de difundir algo, o sea, el exceso de democracia. En términos generales, la idea es que la zona de encuentro entre las artes y el espectáculo se expanda y se haga más fértil, sin confundirse.
Ahora bien, si algo daña las relaciones entre las artes y la sociedad del espectáculo es el populismo, esto es, la necesidad de buscar enemigos, de forzar polarizaciones, de separar buenos y malos en forma maniquea. De ahí que sea corriente la gente del espectáculo que opta por expulsar a las artes, como cualquier Platón de pacotilla. El populismo también denuncia un presunto elitismo, como si Joyce o Mozart o Dante tuvieran el propósito de quitarle el oxígeno a Paulina Rubio. Son habitantes de otro barrio, es todo. Además, según lo definió acertadamente Alemania en estos meses, las artes pueden y deben considerarse artículos de primera necesidad. Un libro, una buena película o serie son la compañía ideal para curar los sentimientos de aburrimiento y soledad que ha traído la pandemia.
En fin, que viva la complejidad, abajo el reduccionismo.
Ahora que por cuenta de la pandemia los espectáculos no abundan, no sobra meditar un poco sobre ellos.
Definamos “espectáculo” a lo bestia diciendo que es lo visto o vivido por mucha gente. Entendido así, el espectáculo no requiere de presencia física; se valen las intermediaciones, más que todo visuales y auditivas. A priori, no tengo nada contra el espectáculo definido de esa manera. Sé que los hay A, B y hasta Z. Algunos me gustan, unos pocos me emocionan, mientras abomino de la mayoría, como casi cualquier paisano. Ya se sabe que hay gustos para todo y que cabe dárselas de exclusivo.
Las artes no tienen por qué ser espectaculares —un poeta lee sus versos en voz baja ante una audiencia selecta sin que se mueva una hoja en el bosque—. Muchos grandes creadores, dígase Fernando Pessoa que viene sonando por estos días en Colombia, fueron ignorados por el público en vida, que es cuando cuenta, al menos para el creador de origen. Esta historia se ha repetido muchas veces. Sin embargo, las artes no tienen por qué no ser espectaculares. Una interpretación de la Novena sinfonía de Beethoven, para no hablar de un concierto de Dire Straits o de Joaquín Sabina, pueden ser acojonantes y multitudinarios. Al final de su vida, para recuperarse del saqueo al que lo sometió una manager inescrupulosa, Leonard Cohen dio giras de conciertos multitudinarias por muchos países, que según quienes asistieron a ellas fueron inolvidables.
Según eso, las artes y el espectáculo sí se tocan. No hay pecado en ello. El espectáculo es una posible y legítima palanca para la difusión de las artes. Muy en particular, el universo audiovisual tiene una vocación espectacular. Está la televisión abierta, donde es difícil —no imposible— que el componente artístico sobrepuje al espectacular. En contraste, la televisión cerrada, que con frecuencia también llega a tener audiencias inmensas, es la gran novedad estética de este siglo XXI en que ha creado una clara simbiosis con el arte de la narración memorable. El público, ¿es el mismo? Sí y no. O sea, a veces migra de un fenómeno al otro y de regreso. Se trata de una tensión no destructiva. Un nuevo componente del espectáculo son las redes sociales y el internet. Allí las artes no se destacan tanto, dada la casi nula discriminación que hay a la hora de difundir algo, o sea, el exceso de democracia. En términos generales, la idea es que la zona de encuentro entre las artes y el espectáculo se expanda y se haga más fértil, sin confundirse.
Ahora bien, si algo daña las relaciones entre las artes y la sociedad del espectáculo es el populismo, esto es, la necesidad de buscar enemigos, de forzar polarizaciones, de separar buenos y malos en forma maniquea. De ahí que sea corriente la gente del espectáculo que opta por expulsar a las artes, como cualquier Platón de pacotilla. El populismo también denuncia un presunto elitismo, como si Joyce o Mozart o Dante tuvieran el propósito de quitarle el oxígeno a Paulina Rubio. Son habitantes de otro barrio, es todo. Además, según lo definió acertadamente Alemania en estos meses, las artes pueden y deben considerarse artículos de primera necesidad. Un libro, una buena película o serie son la compañía ideal para curar los sentimientos de aburrimiento y soledad que ha traído la pandemia.
En fin, que viva la complejidad, abajo el reduccionismo.