Existe una fuerza irracional e impredecible que tiene la capacidad de descarrilar procesos políticos democráticos aparentemente muy sólidos: el resentimiento. Sería mejor decir “los resentimientos”, pues los hay contrapuestos. Para simplificar, digamos que se clasifican en izquierda y derecha.
Aunque el resentimiento se alimenta de fantasías, su base no suele ser imaginaria. Un típico (hombre) resentido de izquierda en Colombia tiene, digamos, entre 30 y 60 años, apenas completó la secundaria en un mal plantel público, cuenta con pocos conocimientos útiles para ganarse la vida, tiene un trabajo precario o se dedica al rebusque y es propenso a la rudeza, cuando no a la violencia. También, claro, hay resentidos muy bien remunerados y con posgrado. Estos son, por lo general, los ideólogos del fenómeno.
Muchos resentidos del signo opuesto, la derecha, pertenecen a los estratos altos de la sociedad, así en provincia también abunden los de clase media y media-baja. Por una vía u otra fueron víctimas de los grupos armados irregulares que tanto poder tuvieron durante el último medio siglo, en particular, de las guerrillas. Estas los secuestraron, los “vacunaron”, los sometieron a “pescas milagrosas” y masacraron a sus familiares.
Aquí teníamos (y aún subsiste) un régimen que engendraba ambos tipos de resentimiento por inercia. El Estado no se ocupaba de las necesidades fundamentales de las clases medias y bajas, pero tampoco protegía a quienes tenían algo que perder. Durante décadas hizo mal y a regañadientes su trabajo y fue flagrantemente omisivo. Colombia, con padecer un caso agudo de resentimiento, no tiene en ello exclusividad alguna. Por ejemplo, el resentimiento de derecha resultó crucial en la elección de Donald Trump en 2016, mientras que el de izquierda fue quizá el mayor impulso recibido por Hugo Chávez y su prole desde 1998.
Ahora bien, para volver a Colombia, quienes albergan alguna forma de resentimiento vivo contarán en la primera vuelta electoral de mayo con dos opciones nítidas: podrán votar por Gustavo Petro si sufren de resentimiento de izquierda o por el candidato que diga Uribe si sufren de resentimiento de derecha. Si el resentimiento de derecha gana las elecciones y la persona a cargo de ese triunfo se deja arrastrar por él, avivará de forma peligrosa el resentimiento contrario, así durante un tiempo no lo parezca. De llegar a ganar el de izquierda, una perspectiva más dudosa, el resentimiento de derecha podría tornarse violento con facilidad. La encrucijada que se avecina, así como los próximos años, nos ofrecen a los colombianos una disyuntiva clarísima: o nos seguimos guiando por los resentimientos enfrentados o los hacemos a un lado y construimos instituciones incluyentes que nos permitan superarlos. Se dice fácil.
¿Por qué? Porque una red de paradojas gobierna el tema. La primera es crucial: desmontar los resentimientos de forma tímida o dubitativa puede ser la peor de las fórmulas. El resentimiento es un tigre hambriento que no se sacia con tres trocitos de carne; hay que ponerle un domador recio. Lo que haya que reformar hay que reformarlo con vigor y determinación. Solo así la gente podrá hacer a un lado su resentimiento. La debilidad de Santos es prueba de esta paradoja. La segunda paradoja es que nada mejor para un resentimiento que el resentimiento contrario. No pueden vivir el uno sin el otro, así se maten.
En otra columna sigo con el tema.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes
Existe una fuerza irracional e impredecible que tiene la capacidad de descarrilar procesos políticos democráticos aparentemente muy sólidos: el resentimiento. Sería mejor decir “los resentimientos”, pues los hay contrapuestos. Para simplificar, digamos que se clasifican en izquierda y derecha.
Aunque el resentimiento se alimenta de fantasías, su base no suele ser imaginaria. Un típico (hombre) resentido de izquierda en Colombia tiene, digamos, entre 30 y 60 años, apenas completó la secundaria en un mal plantel público, cuenta con pocos conocimientos útiles para ganarse la vida, tiene un trabajo precario o se dedica al rebusque y es propenso a la rudeza, cuando no a la violencia. También, claro, hay resentidos muy bien remunerados y con posgrado. Estos son, por lo general, los ideólogos del fenómeno.
Muchos resentidos del signo opuesto, la derecha, pertenecen a los estratos altos de la sociedad, así en provincia también abunden los de clase media y media-baja. Por una vía u otra fueron víctimas de los grupos armados irregulares que tanto poder tuvieron durante el último medio siglo, en particular, de las guerrillas. Estas los secuestraron, los “vacunaron”, los sometieron a “pescas milagrosas” y masacraron a sus familiares.
Aquí teníamos (y aún subsiste) un régimen que engendraba ambos tipos de resentimiento por inercia. El Estado no se ocupaba de las necesidades fundamentales de las clases medias y bajas, pero tampoco protegía a quienes tenían algo que perder. Durante décadas hizo mal y a regañadientes su trabajo y fue flagrantemente omisivo. Colombia, con padecer un caso agudo de resentimiento, no tiene en ello exclusividad alguna. Por ejemplo, el resentimiento de derecha resultó crucial en la elección de Donald Trump en 2016, mientras que el de izquierda fue quizá el mayor impulso recibido por Hugo Chávez y su prole desde 1998.
Ahora bien, para volver a Colombia, quienes albergan alguna forma de resentimiento vivo contarán en la primera vuelta electoral de mayo con dos opciones nítidas: podrán votar por Gustavo Petro si sufren de resentimiento de izquierda o por el candidato que diga Uribe si sufren de resentimiento de derecha. Si el resentimiento de derecha gana las elecciones y la persona a cargo de ese triunfo se deja arrastrar por él, avivará de forma peligrosa el resentimiento contrario, así durante un tiempo no lo parezca. De llegar a ganar el de izquierda, una perspectiva más dudosa, el resentimiento de derecha podría tornarse violento con facilidad. La encrucijada que se avecina, así como los próximos años, nos ofrecen a los colombianos una disyuntiva clarísima: o nos seguimos guiando por los resentimientos enfrentados o los hacemos a un lado y construimos instituciones incluyentes que nos permitan superarlos. Se dice fácil.
¿Por qué? Porque una red de paradojas gobierna el tema. La primera es crucial: desmontar los resentimientos de forma tímida o dubitativa puede ser la peor de las fórmulas. El resentimiento es un tigre hambriento que no se sacia con tres trocitos de carne; hay que ponerle un domador recio. Lo que haya que reformar hay que reformarlo con vigor y determinación. Solo así la gente podrá hacer a un lado su resentimiento. La debilidad de Santos es prueba de esta paradoja. La segunda paradoja es que nada mejor para un resentimiento que el resentimiento contrario. No pueden vivir el uno sin el otro, así se maten.
En otra columna sigo con el tema.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes