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Algunos economistas, fieles a su talante apocalíptico, ven venir una catástrofe espantosa en los próximos años, comparable o peor que la Gran Depresión de 1929, aunque sugieren que podría haber tal cual paliativo. Yo, lego en esa materia, sí creo que hay una crisis muy aguda, pero que la hecatombe por el estilo de 1929 no es inevitable, siempre y cuando se pongan a andar soluciones de peso.
Los Estados tendrán que aumentar los ingresos tributarios, sí o sí, cuando la pandemia afloje por alguna vía. La “fiesta” de estos tiempos de cuarentena deberá pagarla alguien. La evasión y la elusión tendrán que ser metidas en cintura. ¿Cuándo? En dos, tres, cinco años. Y vaya que hay de dónde, al menos en América Latina. El promedio de recaudación en nuestra zona es del 23 % del PIB, mientras que en Colombia ronda el 15 %. De modo que aquí se puede aumentar la carga tributaria en 10 % del PIB, hasta en 15 %, sin causar ninguna conmoción. Eso sí, hay que gravar sobre todo las ganancias, los dividendos y los salarios más altos, si bien es inevitable que persista un cobro a los patrimonios de los individuos, no de las empresas. Y, ojo, también es necesario eliminar los subsidios y las exenciones más injustas.
Un segundo factor será encontrar los caminos para elevar sustancialmente la productividad del trabajo, en especial en aquellos países donde está rezagada, como Colombia. Ojo, una mayor productividad hace más efectiva la internacionalización de una economía, o sea, la globalización, así no se dé en toda la línea. El énfasis en la tecnología y en reenfocar y mejorar la educación parecen ser claves en estas materias.
Un tercer factor será implantar políticas tipo ingreso básico universal (IBU) para beneficiar a los damnificados y desmontar buena parte de los conflictos latentes, ofreciendo supervivencia y, de pasada, dando fuerza adicional a la demanda y a los mercados. En paralelo, habrá que invertir en una política nacional de salud, con cargo al Estado, así buena parte de la gestión pueda y deba ser privada.
En general, se necesitan políticas audaces y radicales, que no sean “radicales”, o sea que no recurran a prácticas revolucionarias destructivas. Hago énfasis en lo dicho en una columna reciente: se debe ensayar una versión de la flexiseguridad que, repito, es la base del empleo en Dinamarca, uno de los países más igualitarios y prósperos del mundo. El Estado, financiado mejor por las vías tributarias esbozadas arriba, debe hacerse cargo de los seguros de desempleo y en general de la gran mayoría de los costos que hoy se cargan a la nómina y suben el costo del empleo formal en más del 50 %, haciendo inevitable una gran informalidad. No se trata de quitarles derechos a los trabajadores, sino de pagarlos por otro camino, esto es, desde otro bolsillo. Sea como sea, la informalidad es la peor condición que uno puede tener durante una crisis como la actual.
Al final quedarán muchos cambios permanentes, por lo menos de énfasis. Ciertas actividades crecerán mucho, otras se estancarán y todavía otras más podrían reducirse o hasta desaparecer. ¿Cuáles hacen parte de cada categoría? Yo tampoco tengo ni idea, apenas ciertas sospechas.
La clave para no repetir la debacle de 1929 es que la crisis no dure diez años, sino dos, tres o cuatro. ¿Esto es posible? Claro que es posible al menos para algunos países, actuando con tino y eligiendo bien a los mandatarios.