Mi abuelo materno, a quien no conocí (fue influyente en Bogotá en la primera mitad del siglo XX), solía repetir con fruición que el sentido común es el menos común de los sentidos. La frase se ha vuelto muy popular.
Hubo una época en que el sentido común tuvo un gran prestigio, de la mano, por ejemplo, de Thomas Paine y su celebérrimo panfleto Common Sense: “De los errores de otras naciones aprendamos sabiduría”. Pero en este siglo XXI la relación pasa por un mal momento. Hay materias cruciales en las que el sentido común no sirve de guía.
En el lío de Hidroituango, verbigracia, unos dicen que la represa es arreglable, otros que pasado mañana se va a reventar. Y todos son supuestos expertos. Si para los críticos ácidos Hidroituango y las demás represas son una chanda, ¿qué tipo de energía favorecen? Mencionan las energías alternativas, aunque el sentido común dice que son muy difíciles de escalar a tiempo para evitar un futuro racionamiento. Además, EPM es quizá la más prestigiosa empresa 100% pública del país, con la ventaja de que se le mide a hacer hidroeléctricas, imposibles en manos privadas. ¿No es buena idea que un país montañoso y con mucha lluvia, como Colombia, construya represas? No lo es, al menos a juzgar por lo que dicen los críticos de Hidroituango.
Y ni hablar de intentar aplicar el sentido común a la encrucijada venezolana. Por fin hay una oposición organizada, liderada por Juan Guaidó, si bien los demás protagonistas centrales, Maduro, Trump, Cuba, Putin y China, se comportan de un modo impredecible e irracional. De ahí que al indagar al sentido común por el destino de ese país, el fantasma se alce de hombros como diciendo: Nian se sabe.
Un corolario evidente pregunta lo siguiente: ¿es buena idea que un país cuente con muchos recursos naturales, por ejemplo, con petróleo? A primera vista se pensaría que lo disponible en el subsuelo es una gran bendición, hasta que uno ve los desastres que las riquezas naturales han causado en Venezuela. Ahí tampoco aplica el sentido común.
Cualquiera entendería que las ías, la Fiscalía, la Contraloría y la Procuraduría, son fuentes de gestión limpia y eficiente. Después se entera de que, con inaudita frecuencia, las ías fomentan el caos con una mezcla de controles absurdos y obsesivos, que paralizan a muchísimos buenos servidores públicos, a lo que hay que sumar la imagen deteriorada de sus cabezas —unos conservan algún prestigio, Néstor Humberto Martínez, ninguno—. La justicia carece de dientes contra ellos y por eso vemos resultados contrarios a los implícitos en los pomposos nombres de las instituciones.
Las redes sociales se han vuelto poco permeables al sentido común. Los bots y los trolls son capaces de torcer la lógica e imponer visiones absurdas, al menos durante el tiempo que se necesita para sembrar cizaña entre el público. Vivimos en un mundo polarizado, refractario a la sensatez. Dos personas apreciables e informadas pueden pensar lo contrario sobre cualquier fenómeno importante, según veíamos en los ejemplos atrás citados, que se pueden multiplicar a voluntad.
En fin, la gente otorga al sentido común propiedades mágicas que no tiene. La forma en que una opinión se vuelve común no es como era hace 30, 40 o 100 años. Hoy todo es muy manipulable. Por eso, lo razonable ha dejado de serlo. No se sabe, abuelo querido, cuándo volverá a imperar el menos común de los sentidos. No será mañana, en todo caso.
Mi abuelo materno, a quien no conocí (fue influyente en Bogotá en la primera mitad del siglo XX), solía repetir con fruición que el sentido común es el menos común de los sentidos. La frase se ha vuelto muy popular.
Hubo una época en que el sentido común tuvo un gran prestigio, de la mano, por ejemplo, de Thomas Paine y su celebérrimo panfleto Common Sense: “De los errores de otras naciones aprendamos sabiduría”. Pero en este siglo XXI la relación pasa por un mal momento. Hay materias cruciales en las que el sentido común no sirve de guía.
En el lío de Hidroituango, verbigracia, unos dicen que la represa es arreglable, otros que pasado mañana se va a reventar. Y todos son supuestos expertos. Si para los críticos ácidos Hidroituango y las demás represas son una chanda, ¿qué tipo de energía favorecen? Mencionan las energías alternativas, aunque el sentido común dice que son muy difíciles de escalar a tiempo para evitar un futuro racionamiento. Además, EPM es quizá la más prestigiosa empresa 100% pública del país, con la ventaja de que se le mide a hacer hidroeléctricas, imposibles en manos privadas. ¿No es buena idea que un país montañoso y con mucha lluvia, como Colombia, construya represas? No lo es, al menos a juzgar por lo que dicen los críticos de Hidroituango.
Y ni hablar de intentar aplicar el sentido común a la encrucijada venezolana. Por fin hay una oposición organizada, liderada por Juan Guaidó, si bien los demás protagonistas centrales, Maduro, Trump, Cuba, Putin y China, se comportan de un modo impredecible e irracional. De ahí que al indagar al sentido común por el destino de ese país, el fantasma se alce de hombros como diciendo: Nian se sabe.
Un corolario evidente pregunta lo siguiente: ¿es buena idea que un país cuente con muchos recursos naturales, por ejemplo, con petróleo? A primera vista se pensaría que lo disponible en el subsuelo es una gran bendición, hasta que uno ve los desastres que las riquezas naturales han causado en Venezuela. Ahí tampoco aplica el sentido común.
Cualquiera entendería que las ías, la Fiscalía, la Contraloría y la Procuraduría, son fuentes de gestión limpia y eficiente. Después se entera de que, con inaudita frecuencia, las ías fomentan el caos con una mezcla de controles absurdos y obsesivos, que paralizan a muchísimos buenos servidores públicos, a lo que hay que sumar la imagen deteriorada de sus cabezas —unos conservan algún prestigio, Néstor Humberto Martínez, ninguno—. La justicia carece de dientes contra ellos y por eso vemos resultados contrarios a los implícitos en los pomposos nombres de las instituciones.
Las redes sociales se han vuelto poco permeables al sentido común. Los bots y los trolls son capaces de torcer la lógica e imponer visiones absurdas, al menos durante el tiempo que se necesita para sembrar cizaña entre el público. Vivimos en un mundo polarizado, refractario a la sensatez. Dos personas apreciables e informadas pueden pensar lo contrario sobre cualquier fenómeno importante, según veíamos en los ejemplos atrás citados, que se pueden multiplicar a voluntad.
En fin, la gente otorga al sentido común propiedades mágicas que no tiene. La forma en que una opinión se vuelve común no es como era hace 30, 40 o 100 años. Hoy todo es muy manipulable. Por eso, lo razonable ha dejado de serlo. No se sabe, abuelo querido, cuándo volverá a imperar el menos común de los sentidos. No será mañana, en todo caso.