Tengo dudas de que la tolerancia sea una virtud de fuertes raíces biológicas en el Homo sapiens, aunque desde la prehistoria tenemos el lado que se conoce como “eusocial”, es decir, la cooperación, que al final de todas las cuentas puede desembocar en formas de tolerancia. Por definición, los extremistas de ambos lados del espectro político son intolerantes, como que les gustan los paredones de fusilamiento o, al menos, el despojo de las propiedades y las cárceles atiborradas de disientes.
La necesidad de la tolerancia parte de un hecho difícil de controvertir: entre 7.700 millones de terrícolas o 50 millones de colombianos —escoja usted el ámbito según mejor le parezca— existe una inmensa cantidad de valores, opiniones y explicaciones para cualquier fenómeno. Cuando la discrepancia es muy grande, se dan guerras y conflictos; cuando no lo es tanto, igual corre uno el riesgo de salir de la trifulca con un diente de menos.
Ha habido varias reyertas sobre la tolerancia en tiempos recientes. Una lista mínima contemplaría el despido del gran historiador Ian Buruma de la dirección de The New York Review of Books, la protesta de 150 intelectuales prestantes por las presiones de la cultura de la cancelación (cancel culture) en Harper’s junto con la versión contraria en The Objective, la exigencia que hacen 629 lingüistas poco conocidos de despojar a Steven Pinker de las distinciones recibidas por la asociación americana de la disciplina y la renuncia de la editora Bari Weiss, mujer judía y conservadora, de su puesto en la sección editorial de The New York Times, por presión simultánea de varios colegas y de Twitter.
Nadie tiene que estar de acuerdo con las opiniones que se expresan en los medios, en particular, con las columnas firmadas. Tampoco se nos pide quedarnos callados cuando discrepamos. Sin embargo, mucha gente está yendo más allá. No solo están en desacuerdo, sino que ejercen presiones de todo tipo contra la persona que dijo lo que dijo y exigen al medio que le quite el espacio para expresarse. Dicho de otra forma, quieren que el pecador sea censurado.
Un ejemplo local nos puede servir. En El Tiempo publica sus columnas Plinio Apuleyo Mendoza. En ellas es común que él defienda a los militares del país contra cualquier contradictor y ciertamente no es ecuánime en el polémico tema del expresidente Uribe. Aquí en El Espectador hay varios ejemplos no ya de columnistas favorables a los militares y a la derecha, sino que se sesgan hacia el lado opuesto. Por citar apenas un par de nombres, suele ser difícil estar de acuerdo con lo que escriben Reinaldo Spitaletta o Jorge Gómez Pinilla.
Uno entiende incluso que algunas personas quieran un cambio drástico en la escudería de opinión de cualquier medio. Lo que sería un suicidio sería cambiarlos por un grupo desconocido y poco atractivo, así sea más homogéneo. Los lectores huirían en masa. Además, si la idea es borrar a todos los problemáticos, nos arriesgamos a que nos borren también a nosotros por algún comentario. Los temas hoy polémicos son cientos. El que busca pulgas, grandes o pequeñas, las encuentra, para no hablar de tal cual araña peluda o escorpión que a todos se nos cuela alguna vez. Mi propuesta es distinta: más tolerancia, claro, no tolerancia de lo inocuo, sino de la ocasional o no tan ocasional salida de tono en cualquier sentido. Siempre queda la opción de escribir una carta o incluso una columna en contra.
Tengo dudas de que la tolerancia sea una virtud de fuertes raíces biológicas en el Homo sapiens, aunque desde la prehistoria tenemos el lado que se conoce como “eusocial”, es decir, la cooperación, que al final de todas las cuentas puede desembocar en formas de tolerancia. Por definición, los extremistas de ambos lados del espectro político son intolerantes, como que les gustan los paredones de fusilamiento o, al menos, el despojo de las propiedades y las cárceles atiborradas de disientes.
La necesidad de la tolerancia parte de un hecho difícil de controvertir: entre 7.700 millones de terrícolas o 50 millones de colombianos —escoja usted el ámbito según mejor le parezca— existe una inmensa cantidad de valores, opiniones y explicaciones para cualquier fenómeno. Cuando la discrepancia es muy grande, se dan guerras y conflictos; cuando no lo es tanto, igual corre uno el riesgo de salir de la trifulca con un diente de menos.
Ha habido varias reyertas sobre la tolerancia en tiempos recientes. Una lista mínima contemplaría el despido del gran historiador Ian Buruma de la dirección de The New York Review of Books, la protesta de 150 intelectuales prestantes por las presiones de la cultura de la cancelación (cancel culture) en Harper’s junto con la versión contraria en The Objective, la exigencia que hacen 629 lingüistas poco conocidos de despojar a Steven Pinker de las distinciones recibidas por la asociación americana de la disciplina y la renuncia de la editora Bari Weiss, mujer judía y conservadora, de su puesto en la sección editorial de The New York Times, por presión simultánea de varios colegas y de Twitter.
Nadie tiene que estar de acuerdo con las opiniones que se expresan en los medios, en particular, con las columnas firmadas. Tampoco se nos pide quedarnos callados cuando discrepamos. Sin embargo, mucha gente está yendo más allá. No solo están en desacuerdo, sino que ejercen presiones de todo tipo contra la persona que dijo lo que dijo y exigen al medio que le quite el espacio para expresarse. Dicho de otra forma, quieren que el pecador sea censurado.
Un ejemplo local nos puede servir. En El Tiempo publica sus columnas Plinio Apuleyo Mendoza. En ellas es común que él defienda a los militares del país contra cualquier contradictor y ciertamente no es ecuánime en el polémico tema del expresidente Uribe. Aquí en El Espectador hay varios ejemplos no ya de columnistas favorables a los militares y a la derecha, sino que se sesgan hacia el lado opuesto. Por citar apenas un par de nombres, suele ser difícil estar de acuerdo con lo que escriben Reinaldo Spitaletta o Jorge Gómez Pinilla.
Uno entiende incluso que algunas personas quieran un cambio drástico en la escudería de opinión de cualquier medio. Lo que sería un suicidio sería cambiarlos por un grupo desconocido y poco atractivo, así sea más homogéneo. Los lectores huirían en masa. Además, si la idea es borrar a todos los problemáticos, nos arriesgamos a que nos borren también a nosotros por algún comentario. Los temas hoy polémicos son cientos. El que busca pulgas, grandes o pequeñas, las encuentra, para no hablar de tal cual araña peluda o escorpión que a todos se nos cuela alguna vez. Mi propuesta es distinta: más tolerancia, claro, no tolerancia de lo inocuo, sino de la ocasional o no tan ocasional salida de tono en cualquier sentido. Siempre queda la opción de escribir una carta o incluso una columna en contra.