La imagen derivada del refrán “buscar una aguja en un pajar” es dramática. Un pajar puede ser grande, además de sucio y desordenado, y contener mucha paja, mientras que una aguja suele ser diminuta. Encontrarla allí resulta, pues, difícil; de otro lado, ¿para qué demonios quiere uno esa aguja, para pinchar una yegua, una mula, para zurcir qué? No está claro.
Pues bien, en estas últimas semanas en las que me vi averiado por un porrazo ciclístico contra un separador vial entendí, en buena parte, lo que hago aquí desde 2005: buscar una aguja en un pajar. Es posible que la aguja sea usted, estimado lector, vaya a saberse. Quiero desde siempre entablar un diálogo con extraños, que deben además ser lectores, lectores de columnas, es decir, lectores de textos de ocasión que por lo general tienen que ver con la actualidad, aunque a veces —como en el caso presente— se extravíen por las ramas y hablen del follaje, por así decirlo, no del drama que hay en el vecindario del árbol.
Un intelectual, si perdonan la presumida palabra zoliana, suele ser un caldero solitario. Todo el tiempo acrisola ideas sueltas que a veces no tienen nada que ver con las precedentes. Especialistas en generalidades los llamó alguien. Comprueba uno con frecuencia que hay quien conozca los detalles de un determinado problema mejor que uno, si bien ese mismo experto en los detalles puede sacar conclusiones evidentemente equivocadas. ¿Y cómo sabe usted que son equivocadas, señor, si no es experto en los detalles? Pues porque es posible recurrir a los precedentes y juzgar las movidas del pasado. La repetición de los errores es una de las grandes constantes en el mundo democrático. Rara, más bien, la solución novedosa.
Allá afuera hay gente con sabidurías muy disparejas. Suelen tener conocimientos concretos —inmensos, normales, diminutos— sobre muchas cosas, al tiempo que es normal que se pierdan al extrapolar. Por decirlo de otra manera, las destrezas intelectuales para generalizar son escasas. Tanto, que los errores pueden volverse en extremo populares.
Un ejemplo: localmente la gente puede vivir el dolor y el desatino aparente de una política, sin percatarse de que generalizar la política opuesta es una fórmula para el desastre. Versión personal: pasar rápido por una intersección de apariencia fácil suele ser divertido y emocionante hasta que uno se estampa contra alguien que va en el sentido contrario y termina metido en una ambulancia. Me pasó a mí.
Estuve de buenas y una vez reparada mi dentadura, volveré a ser casi el mismo. Sin embargo, me gustaría preservar la persistencia de las dudas porque me han abierto horizontes que solían estar cerrados por mi actitud afirmativa. He estado revisando con cuidado la lista de corresponsales que abren mis envíos. No los conocía bien. Veo muchos profesores universitarios. ¿De dónde sacan tiempo para leerlo a uno? Detecto mucha gente solitaria o perteneciente a grupos pequeños. Los periodistas presumen la existencia de grandes conglomerados de lectores. No son así.
Inútil negar que estoy enfrascado en proyectos varios y que necesito atraer agujas a cada uno de esos pajares. Tengo que mantener viva una revista que dirijo, tengo que mover la editorial adjunta, tengo que circular lo que escribo, y usted, estimado lector desconocido, es el centro en cada caso. Muchas gracias por la atención prestada.
P.S. Esta columna reaparecerá en enero de 2019.
La imagen derivada del refrán “buscar una aguja en un pajar” es dramática. Un pajar puede ser grande, además de sucio y desordenado, y contener mucha paja, mientras que una aguja suele ser diminuta. Encontrarla allí resulta, pues, difícil; de otro lado, ¿para qué demonios quiere uno esa aguja, para pinchar una yegua, una mula, para zurcir qué? No está claro.
Pues bien, en estas últimas semanas en las que me vi averiado por un porrazo ciclístico contra un separador vial entendí, en buena parte, lo que hago aquí desde 2005: buscar una aguja en un pajar. Es posible que la aguja sea usted, estimado lector, vaya a saberse. Quiero desde siempre entablar un diálogo con extraños, que deben además ser lectores, lectores de columnas, es decir, lectores de textos de ocasión que por lo general tienen que ver con la actualidad, aunque a veces —como en el caso presente— se extravíen por las ramas y hablen del follaje, por así decirlo, no del drama que hay en el vecindario del árbol.
Un intelectual, si perdonan la presumida palabra zoliana, suele ser un caldero solitario. Todo el tiempo acrisola ideas sueltas que a veces no tienen nada que ver con las precedentes. Especialistas en generalidades los llamó alguien. Comprueba uno con frecuencia que hay quien conozca los detalles de un determinado problema mejor que uno, si bien ese mismo experto en los detalles puede sacar conclusiones evidentemente equivocadas. ¿Y cómo sabe usted que son equivocadas, señor, si no es experto en los detalles? Pues porque es posible recurrir a los precedentes y juzgar las movidas del pasado. La repetición de los errores es una de las grandes constantes en el mundo democrático. Rara, más bien, la solución novedosa.
Allá afuera hay gente con sabidurías muy disparejas. Suelen tener conocimientos concretos —inmensos, normales, diminutos— sobre muchas cosas, al tiempo que es normal que se pierdan al extrapolar. Por decirlo de otra manera, las destrezas intelectuales para generalizar son escasas. Tanto, que los errores pueden volverse en extremo populares.
Un ejemplo: localmente la gente puede vivir el dolor y el desatino aparente de una política, sin percatarse de que generalizar la política opuesta es una fórmula para el desastre. Versión personal: pasar rápido por una intersección de apariencia fácil suele ser divertido y emocionante hasta que uno se estampa contra alguien que va en el sentido contrario y termina metido en una ambulancia. Me pasó a mí.
Estuve de buenas y una vez reparada mi dentadura, volveré a ser casi el mismo. Sin embargo, me gustaría preservar la persistencia de las dudas porque me han abierto horizontes que solían estar cerrados por mi actitud afirmativa. He estado revisando con cuidado la lista de corresponsales que abren mis envíos. No los conocía bien. Veo muchos profesores universitarios. ¿De dónde sacan tiempo para leerlo a uno? Detecto mucha gente solitaria o perteneciente a grupos pequeños. Los periodistas presumen la existencia de grandes conglomerados de lectores. No son así.
Inútil negar que estoy enfrascado en proyectos varios y que necesito atraer agujas a cada uno de esos pajares. Tengo que mantener viva una revista que dirijo, tengo que mover la editorial adjunta, tengo que circular lo que escribo, y usted, estimado lector desconocido, es el centro en cada caso. Muchas gracias por la atención prestada.
P.S. Esta columna reaparecerá en enero de 2019.