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Si un país se deja, lo sacan de las cadenas de valor que generan los minerales que allí se encuentran y hasta los vegetales que en él se cultivan. Y vaya que América Latina se ha dejado a lo largo de los siglos. La otra opción es espantar a los pérfidos imperialistas, lo que con frecuencia conduce a que los recursos se queden enterrados y los campos sin labrar por décadas. Por fortuna está más que inventado, aunque poco desarrollado, el camino intermedio que dice más o menos lo siguiente: venga, invierta en estos recursos o territorios y, claro, gane con sus inversiones; sin embargo, deje en la economía local una cantidad creciente de valor agregado.
Pese a que podríamos hablar de la penosa historia de los metales en el Chocó colombiano, departamento paupérrimo pese a la gran cantidad de oro y platino que ha salido de sus minas, pensemos mejor en los minerales nuevos a los que aplica esta idea, por ejemplo, el litio. Está lejos de ser el único, claro. De hecho, el petróleo y el gas natural, al menos en Colombia, pasan en buena parte por Ecopetrol, una empresa que agrega mucho valor a ambos y puede agregar más. El litio no es exclusivo de Suramérica, pero aquí están los yacimientos más ricos del mundo. Extraer y purificar este metal indispensable para la nueva economía implica un proceso de alta tecnología, en principio inaccesible para países como Bolivia. Se pueden escribir historias análogas sobre el cobre, el oro, el estaño, el molibdeno, el uranio, el hierro, el coltán, los minerales de magnesio, los fosfatos, el potasio. Todos ellos están insertos en cadenas de valor complicadas, más que todo ubicadas en el Primer Mundo.
Pues bien, la idea que debe implantarse es que, si alguien quiere explotar los yacimientos de estos minerales en el subcontinente americano, tiene que aclarar primero cuáles cadenas de valor va a instalar aquí al menos de forma parcial, cadenas que pueden tener continuidad en las metrópolis. Esto depende por supuesto de que haya gobiernos adecuados, que no fomenten el rentismo ni el extractivismo puros. Porque es obvia la necesidad de legislar al respecto, es decir, el empresario extractivista tiene que cumplir con unos compromisos en materia de valor agregado local o pierde el permiso de extraer lo que le interesa. Así de dramática ha de ser la actitud. Incluso se necesitan procesos inviolables de verificación. No hay razón para que la ley diga con quién el empresario extranjero desarrolla el valor agregado; solo que tiene que incluir agentes locales y formar personal local.
Por fortuna, las concesiones de una mina sin contraprestaciones ya no son viables en casi ningún país del Tercer Mundo. Está muy lejos de ser suficiente que se paguen regalías, aunque eso también es necesario. Los proyectos de inversión deben venir en formato tándem. O se plantea con claridad qué va a quedar en los países y a quiénes beneficiará –plantas de fabricación de baterías y chips, clústers exportadores de esto o de aquello, por ejemplo–, o los sacan a sombrerazos. Nadie pide, por lo demás, que una inversión en valor agregado sea deficitaria. Al contrario, que produzca utilidades, suficientes incluso para pagar unos impuestos razonables. En fin, se hará necesario renegociar los contratos vigentes, por ejemplo, el del níquel que se extrae en Cerro Matoso, en el departamento colombiano de Córdoba. Otro tanto podría aplicar, aunque de forma más flexible, a los productos agrícolas.