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Hay episodios que lo agarran a uno por el gaznate y lo obligan a escribir sobre ellos. Tenía otros temas para hoy, pero es imposible no reaccionar ante la orden de captura emitida el viernes pasado contra Aníbal Gaviria.
Yo no me había formado, ni para bien ni para mal, una imagen del actual fiscal general, Francisco Barbosa. Abrigaba la esperanza de que acertara en su crucial labor y actuara con tino, aunque está quedando claro que va por el mismo camino de Néstor Humberto Martínez y Eduardo Montealegre —para mencionar apenas a estos dos pésimos fiscales anteriores—, y no ha dejado de cometer un desatino tras otro.
La orden de captura contra el gobernador Gaviria no pudo ser obra de Jorge Hernán Díaz Soto, el fiscal delegado ante la Corte Suprema de Justicia, nombrado en su momento por Martínez, porque en un caso de la envergadura de este él no actúa solo. El fiscal Barbosa y su equipo tenían la posibilidad —todavía la tienen— de intentar vencer a Aníbal Gaviria en un juicio y ahí sí meterlo a la cárcel. ¿Para qué la prisión preventiva por hechos ocurridos hace quince años, si por ninguna parte se ven los riesgos que son de rigor a la hora de una medida preventiva como esta? No soy abogado, pero la palabra clave aquí es “dolo”, o sea, la intención consciente de cometer un crimen. Para descabezar a un departamento como Antioquia en plena pandemia de COVID-19, la Fiscalía tiene que estar segura de la existencia del dolo. Por dudas sobre un inciso o dos en un contrato es imposible proceder a semejante barbaridad. Si hay razones, tienen que imponerlas en un juicio con todas las de la ley. ¿O cuál es la idea, fiscal Barbosa y Fiscalía, espantar a la gente sana de la función pública para que solo los maleantes se dediquen a ella?
Conozco a Aníbal Gaviria, y pese a que con él se puede discrepar, no se le ve por ninguna parte un perfil de criminal. Además, según lo argumentó el penalista Fabio Humar en RCN, ¿cómo puede tomar quince años decidir sobre un caso por el estilo de este? Bien sé que Barbosa y compañía han cometido otros desatinos recientes, por ejemplo con la “ñeñepolítica”, si bien el caso contra Gaviria es la tapa. Piensen los lectores en la alta probabilidad de que ni siquiera sea llamado a juicio por la Corte Suprema. ¿Se vale generar semejante conmoción y desbaratar la gestión de crisis en Antioquia para después salir con un chorro de babas? Porque salvo por el caso casi obvio de Samuel Moreno, no recuerda uno a otros altos funcionarios ejecutivos del país, alcaldes de grandes ciudades o gobernadores de departamentos importantes a quienes, después de que la Fiscalía General les montara un show como el actual, los haya condenado la Corte.
Desde su creación en 1991 la Fiscalía viene patinando feo. La idea no es mala, pero hay elementos en su concepción que sí lo son. Lo peor del actual esquema es que al fiscal, en este caso Barbosa, no hay quien lo ronde, salvo por una despistada Comisión de Acusaciones de la Cámara, objeto de viejas burlas, así que durante cuatro años hace lo que le viene en gana. Considérese lo impensable que resulta que al propio Barbosa le pase algo similar a lo que le acaba de pasar a Aníbal Gaviria. Es ese poder omnímodo lo que pervierte la institución. Cualquier proyecto político de peso hoy en el país debe incluir el propósito de reformar de fondo este y otros desaguisados que corrompen la justicia en Colombia.