Así, zurumbático, llevo una semana. El martes pasado, habiendo redactado casi hasta el final “Precariedad”, mi columna anterior, salí a dar mi habitual vuelta en bicicleta por la ciclorruta. Hace varios años tomo en serio el ejercicio; no puedo trotar, no tengo paciencia para nadar, caminar lo suficiente no me queda fácil, pero tengo muy claro que debo quemar una cantidad mínima de calorías para mantenerme en forma. Por eso monto en bicicleta tres veces por semana. Ya de regreso, a la altura de la calle 106, mientras bajaba en velocidad por la carrera 11 para atravesar el semáforo y enrutarme hacia la calle 100, algo debió pasar que no recuerdo y que me ha sido descrito así: trabé el manillar con otro ciclista y fui a parar al piso, directamente contra la ciclovía. Al parecer me di contra el separador, pues más adelante aparecí con tres dientes menos, además de varias contusiones en el rostro. Hago la descripción en frío, pues no recuerdo nada. He borrado cassette, tanto antes como después del accidente. Esta es la hora en que todavía no me veo tirado en la calle, sangrando, mueco, con las gafas negras clavadas al borde de los ojos. Por todo lo que sé, el golpe contra el piso debió de ser tremendo y mi mente ha hecho muy bien en olvidarlo.
Un ciclista samaritano llamado Daniel García fue el primero en socorrerme. Sin él, vaya a saberse cuál sería la historia. Acostumbrado a subir a Patios, Daniel regresaba a su casa. Igual tuvo paciencia para llamar una ambulancia al 123 y auxiliarme. Ahora sabemos que una ambulancia distrital no es necesariamente la solución ideal, pues quienes las manejan suelen oponerse —por oscuras razones— a llevar al accidentado adonde el angustiado familiar ruegue ir. Igual, Daniel se aseguró de que llegara la ayuda. Rocio Arias Hofman, mi bienamada, tuvo que intervenir enseguida para no ir al sur de la ciudad y dirigirse hacia la clínica Santa Fe, donde al final me atendieron.
Durante la mañana Rocio y María José Montoya, mi asistente, se pusieron de acuerdo. La segunda no olvidó rescatar mi columna casi terminada de mis archivos y reenviarla para que Rocio la revisara y la hiciera llegar al periódico. En el entretanto, los médicos hacían su trabajo: urgencias y atenciones puntuales. Se sucedieron las llamadas a la familia y a los amigos, evaluaciones para lograr que yo no quedara anulado durante meses. Aparte de los pulimentos de redacción, no sé si pasando, como suelo hacerlo, por una versión impresa, la columna que salió publicada me satisface.
Apenas hoy he vuelto al teclado para escribir este texto e ir decantando lo acontecido. Por fortuna, mi pinta ha vuelto a lo habitual, no tengo fracturas más allá de la dolorosa aunque irrelevante en el pómulo izquierdo, he recibido pésames anticipados de amigos, que se extrañarán de leer esto. Por una vez puedo saltarme por manteca la realidad política, así me haya ido enterando de todo entre gallos y medianoche. No voy a seguir con los líos de Néstor Humberto Martínez y me dará igual si Duque saca una tributaria viable o inviable.
Escritor en últimas es quien escribe a pesar de las averías. Tengo dudas de si voy a recuperar los detalles de los que estaba pendiente antes del accidente. Ya me excusarán los lectores si paso por alto algo importante, si no hay la más estricta continuidad entre las columnas que vienen y las que venían. Mejor, me dice una voz interna. Oigo, claro, sobre experiencias análogas. Repito mi correo:
Así, zurumbático, llevo una semana. El martes pasado, habiendo redactado casi hasta el final “Precariedad”, mi columna anterior, salí a dar mi habitual vuelta en bicicleta por la ciclorruta. Hace varios años tomo en serio el ejercicio; no puedo trotar, no tengo paciencia para nadar, caminar lo suficiente no me queda fácil, pero tengo muy claro que debo quemar una cantidad mínima de calorías para mantenerme en forma. Por eso monto en bicicleta tres veces por semana. Ya de regreso, a la altura de la calle 106, mientras bajaba en velocidad por la carrera 11 para atravesar el semáforo y enrutarme hacia la calle 100, algo debió pasar que no recuerdo y que me ha sido descrito así: trabé el manillar con otro ciclista y fui a parar al piso, directamente contra la ciclovía. Al parecer me di contra el separador, pues más adelante aparecí con tres dientes menos, además de varias contusiones en el rostro. Hago la descripción en frío, pues no recuerdo nada. He borrado cassette, tanto antes como después del accidente. Esta es la hora en que todavía no me veo tirado en la calle, sangrando, mueco, con las gafas negras clavadas al borde de los ojos. Por todo lo que sé, el golpe contra el piso debió de ser tremendo y mi mente ha hecho muy bien en olvidarlo.
Un ciclista samaritano llamado Daniel García fue el primero en socorrerme. Sin él, vaya a saberse cuál sería la historia. Acostumbrado a subir a Patios, Daniel regresaba a su casa. Igual tuvo paciencia para llamar una ambulancia al 123 y auxiliarme. Ahora sabemos que una ambulancia distrital no es necesariamente la solución ideal, pues quienes las manejan suelen oponerse —por oscuras razones— a llevar al accidentado adonde el angustiado familiar ruegue ir. Igual, Daniel se aseguró de que llegara la ayuda. Rocio Arias Hofman, mi bienamada, tuvo que intervenir enseguida para no ir al sur de la ciudad y dirigirse hacia la clínica Santa Fe, donde al final me atendieron.
Durante la mañana Rocio y María José Montoya, mi asistente, se pusieron de acuerdo. La segunda no olvidó rescatar mi columna casi terminada de mis archivos y reenviarla para que Rocio la revisara y la hiciera llegar al periódico. En el entretanto, los médicos hacían su trabajo: urgencias y atenciones puntuales. Se sucedieron las llamadas a la familia y a los amigos, evaluaciones para lograr que yo no quedara anulado durante meses. Aparte de los pulimentos de redacción, no sé si pasando, como suelo hacerlo, por una versión impresa, la columna que salió publicada me satisface.
Apenas hoy he vuelto al teclado para escribir este texto e ir decantando lo acontecido. Por fortuna, mi pinta ha vuelto a lo habitual, no tengo fracturas más allá de la dolorosa aunque irrelevante en el pómulo izquierdo, he recibido pésames anticipados de amigos, que se extrañarán de leer esto. Por una vez puedo saltarme por manteca la realidad política, así me haya ido enterando de todo entre gallos y medianoche. No voy a seguir con los líos de Néstor Humberto Martínez y me dará igual si Duque saca una tributaria viable o inviable.
Escritor en últimas es quien escribe a pesar de las averías. Tengo dudas de si voy a recuperar los detalles de los que estaba pendiente antes del accidente. Ya me excusarán los lectores si paso por alto algo importante, si no hay la más estricta continuidad entre las columnas que vienen y las que venían. Mejor, me dice una voz interna. Oigo, claro, sobre experiencias análogas. Repito mi correo: