En el deporte, y en la vida, parece que hemos llegado a una conclusión unánime: si no ganas, eres un fracasado. En el fútbol, en particular, esta idea se ha vuelto omnipresente. Cada temporada solo un equipo puede levantar la copa, y eso deja a los demás —y a sus millones de seguidores— con un sabor amargo de derrota. Pero, ¿de dónde viene eta obsesión por ganar a cualquier costo?
Es cierto que competir, esforzarse y apuntar a ser el mejor son valores que deben ser promovidos. Sin embargo, el problema surge cuando olvidamos que el valor de una persona, un equipo o un esfuerzo no reside únicamente en el resultado final. No todos pueden ser primeros, pero eso no significa que los demás sean malos o que su esfuerzo no tenga valor.
Un claro ejemplo de esto es la selección de fútbol de Brasil de 1982, conocida como “El rey sin corona”. Aunque no ganaron el Mundial, su estilo de juego lleno de belleza y espíritu competitivo dejó una huella imborrable en la historia del fútbol. No fueron campeones, pero su legado perdura, recordándonos que la grandeza no siempre se mide en títulos. Hoy es impensado darle un valor especial a un perdedor.
En la sociedad actual, esta mentalidad ha permeado más allá del deporte, afectando incluso nuestra salud mental. Vivimos en un mundo que glorifica a los campeones y denigra a los que no alcanzan la cima. Esto genera una presión inmensa, especialmente en los jóvenes, que crecen creyendo que si no son los mejores, no valen nada. El estrés, la ansiedad y la depresión son consecuencias de esta cultura que valora el resultado por encima del proceso.
Pero la realidad es que todos queremos ganar porque el triunfo nos valida. Nos hace sentir que pertenecemos a un grupo selecto de vencedores. Sin embargo, ¿qué sucede cuando nos damos cuenta de que la mayoría de nosotros no alcanzará ese lugar? ¿Nos resignamos al fracaso? ¿O aprendemos a valorar el viaje, los aprendizajes y el crecimiento que se da en la competencia, independientemente del resultado?
La grandeza no está reservada solo para los campeones. Está en todos aquellos que, a pesar de no haber llegado primeros, se esforzaron, crecieron y dieron lo mejor de sí. Es hora de cambiar la narrativa y reconocer que el valor de una persona no se mide únicamente por sus victorias, sino por su capacidad de luchar, aprender y, sí, también perder.
En el deporte, y en la vida, parece que hemos llegado a una conclusión unánime: si no ganas, eres un fracasado. En el fútbol, en particular, esta idea se ha vuelto omnipresente. Cada temporada solo un equipo puede levantar la copa, y eso deja a los demás —y a sus millones de seguidores— con un sabor amargo de derrota. Pero, ¿de dónde viene eta obsesión por ganar a cualquier costo?
Es cierto que competir, esforzarse y apuntar a ser el mejor son valores que deben ser promovidos. Sin embargo, el problema surge cuando olvidamos que el valor de una persona, un equipo o un esfuerzo no reside únicamente en el resultado final. No todos pueden ser primeros, pero eso no significa que los demás sean malos o que su esfuerzo no tenga valor.
Un claro ejemplo de esto es la selección de fútbol de Brasil de 1982, conocida como “El rey sin corona”. Aunque no ganaron el Mundial, su estilo de juego lleno de belleza y espíritu competitivo dejó una huella imborrable en la historia del fútbol. No fueron campeones, pero su legado perdura, recordándonos que la grandeza no siempre se mide en títulos. Hoy es impensado darle un valor especial a un perdedor.
En la sociedad actual, esta mentalidad ha permeado más allá del deporte, afectando incluso nuestra salud mental. Vivimos en un mundo que glorifica a los campeones y denigra a los que no alcanzan la cima. Esto genera una presión inmensa, especialmente en los jóvenes, que crecen creyendo que si no son los mejores, no valen nada. El estrés, la ansiedad y la depresión son consecuencias de esta cultura que valora el resultado por encima del proceso.
Pero la realidad es que todos queremos ganar porque el triunfo nos valida. Nos hace sentir que pertenecemos a un grupo selecto de vencedores. Sin embargo, ¿qué sucede cuando nos damos cuenta de que la mayoría de nosotros no alcanzará ese lugar? ¿Nos resignamos al fracaso? ¿O aprendemos a valorar el viaje, los aprendizajes y el crecimiento que se da en la competencia, independientemente del resultado?
La grandeza no está reservada solo para los campeones. Está en todos aquellos que, a pesar de no haber llegado primeros, se esforzaron, crecieron y dieron lo mejor de sí. Es hora de cambiar la narrativa y reconocer que el valor de una persona no se mide únicamente por sus victorias, sino por su capacidad de luchar, aprender y, sí, también perder.