Rafael Nadal tenía seis años de edad y Andrés Iniesta ocho el día de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, que sin duda marcaron su niñez y la de cientos de personas más que un tiempo después terminaron marcando la edad de oro del deporte español. La semana pasada, con sus muchos títulos relevantes entre mundiales de fútbol, Champions, torneos de Grand Slams y cientos de semanas como número uno del tenis mundial, los dos anunciaron su despedida.
Pero no me quiero detener en sus títulos, que se cuentan fácil, como si ganarlos no hubiera requerido un gran esfuerzo. Tampoco en sus virtudes técnicas o físicas. Cada uno en su deporte supo marcar diferencias sin tener un biotipo óptimo. No estoy seguro de que futbolistas como Iniesta, con sus 1,72 metros de estatura y su contextura delgada y sin músculos pasen hoy en día los filtros de rigor de un equipo competitivo a la hora de convertirse en profesional. Su exquisitez, claridad e inteligencia con el balón en los pies no son valores tenidos en cuenta en el fútbol de hoy, a pesar de que son esos los que cambian el rumbo de los partidos. No sé si vuelva a nacer un tenista que llegue a la élite guiado por las locuras de un familiar como el tío Toni, que decidió enseñarle a jugar con la mano izquierda, sin ser profesor de tenis, a pesar de que el niño es diestro, solo porque intuyó que en un circuito dominado por diestros los zurdos tienen más posibilidades de éxito. El niño es tan virtuoso que aprendió y sacó provecho de ello.
Pero en el alto rendimiento hay un momento en el que tanto lo físico como lo técnico se vuelven muy parejos con respecto a los competidores y en un mundo como ese, sometido a una presión que a veces es cruel e inclemente, lo mental es lo que hace la diferencia y estos dos la marcaron con el viento en contra.
Corría el comienzo de la temporada de 2009-10. Iniesta no comenzaba nada bien un año que al final tendría como meta el Mundial de Sudáfrica. Una tras otra se acumulaban las lesiones musculares que lo sacaban de circulación constantemente, cuando recibió la noticia de la muerte de su mejor amigo, Dani Jarque, capitán del Espanyol, por un infarto fulminante. En su autobiografía, cuenta que se hundió en una profunda depresión que lo llevó a pensar lo peor. Se las ingenió para sobrellevar la situación y meses después fue el mejor futbolista de su selección al ganar la única Copa del Mundo que tiene España y, de paso, lo consiguió con un gol de él frente a Países Bajos.
Desde 2004 Rafael Nadal sufrió 29 lesiones que lo tuvieron alejado durante casi 2.000 días de la competencia, algo así como siete años en total. En medio de ese tiempo y los largos días de recuperación vio cómo Roger Federer y Novak Djokovic, sus grandes rivales, competían sanos por los títulos que él dejó escapar. Contra la impotencia de querer y no poder se levantó siempre para ser el único humano en ser número uno del mundo en tres décadas diferentes, una muestra de su capacidad para llegar de nuevo a lugares a los que la mayoría no llegan porque deciden no intentarlo de nuevo. La diferencia está en la mente.
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Rafael Nadal tenía seis años de edad y Andrés Iniesta ocho el día de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, que sin duda marcaron su niñez y la de cientos de personas más que un tiempo después terminaron marcando la edad de oro del deporte español. La semana pasada, con sus muchos títulos relevantes entre mundiales de fútbol, Champions, torneos de Grand Slams y cientos de semanas como número uno del tenis mundial, los dos anunciaron su despedida.
Pero no me quiero detener en sus títulos, que se cuentan fácil, como si ganarlos no hubiera requerido un gran esfuerzo. Tampoco en sus virtudes técnicas o físicas. Cada uno en su deporte supo marcar diferencias sin tener un biotipo óptimo. No estoy seguro de que futbolistas como Iniesta, con sus 1,72 metros de estatura y su contextura delgada y sin músculos pasen hoy en día los filtros de rigor de un equipo competitivo a la hora de convertirse en profesional. Su exquisitez, claridad e inteligencia con el balón en los pies no son valores tenidos en cuenta en el fútbol de hoy, a pesar de que son esos los que cambian el rumbo de los partidos. No sé si vuelva a nacer un tenista que llegue a la élite guiado por las locuras de un familiar como el tío Toni, que decidió enseñarle a jugar con la mano izquierda, sin ser profesor de tenis, a pesar de que el niño es diestro, solo porque intuyó que en un circuito dominado por diestros los zurdos tienen más posibilidades de éxito. El niño es tan virtuoso que aprendió y sacó provecho de ello.
Pero en el alto rendimiento hay un momento en el que tanto lo físico como lo técnico se vuelven muy parejos con respecto a los competidores y en un mundo como ese, sometido a una presión que a veces es cruel e inclemente, lo mental es lo que hace la diferencia y estos dos la marcaron con el viento en contra.
Corría el comienzo de la temporada de 2009-10. Iniesta no comenzaba nada bien un año que al final tendría como meta el Mundial de Sudáfrica. Una tras otra se acumulaban las lesiones musculares que lo sacaban de circulación constantemente, cuando recibió la noticia de la muerte de su mejor amigo, Dani Jarque, capitán del Espanyol, por un infarto fulminante. En su autobiografía, cuenta que se hundió en una profunda depresión que lo llevó a pensar lo peor. Se las ingenió para sobrellevar la situación y meses después fue el mejor futbolista de su selección al ganar la única Copa del Mundo que tiene España y, de paso, lo consiguió con un gol de él frente a Países Bajos.
Desde 2004 Rafael Nadal sufrió 29 lesiones que lo tuvieron alejado durante casi 2.000 días de la competencia, algo así como siete años en total. En medio de ese tiempo y los largos días de recuperación vio cómo Roger Federer y Novak Djokovic, sus grandes rivales, competían sanos por los títulos que él dejó escapar. Contra la impotencia de querer y no poder se levantó siempre para ser el único humano en ser número uno del mundo en tres décadas diferentes, una muestra de su capacidad para llegar de nuevo a lugares a los que la mayoría no llegan porque deciden no intentarlo de nuevo. La diferencia está en la mente.
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