Se nos fue John Mario Ramírez. Tengo claro que cuando me toque morir lo primero que voy a preguntar es por qué se van las buenas personas tan rápido sin siquiera tener la oportunidad de luchar. ¡Maldito COVID!
Eso de que el mundo está cada día más difícil es mentira. Cuando John Mario Ramírez jugaba en Millonarios ya era inseguro ir al estadio o salir a caminar. Juntar unos pesos para comprar la boleta y así poder ir a ver a Millonarios era una odisea. Además era, como ahora, comprar un tiquete para un viaje de sufrimientos. Al Millos de John Mario no le sobraba nada, pero lo tenía a él.
Ya en aquellos años 90 había más miedo a perder que entusiasmo por ganar, pero el 10 era, además de talentoso como pocos, valiente. Fue de esos últimos número 10 del fútbol colombiano (de la generación de Mayer Candelo, Neider Morantes o Giovanny Hernández), el que menos duró en la cima, pero, y sé que puedo ser subjetivo, el que más condiciones de crack tenía.
John Mario fue la representación del fútbol bogotano de potrero. Acá siempre hay uno que quiere ser así en todos los equipos de barrio, colegio o empresa. Un burlón de esos que se saca a tres en cincuenta centímetros. Un bogotano de esos que a simple vista no parece alegre, pero que cuando comienza la fiesta se dedica a disfrutar.
Cuando lo vi jugar yo era un hincha de todos los domingos en el estadio. Cuando lo conocí, ya me dedicaba a esto del periodismo deportivo, aunque todavía mamando gallo. Eran tiempos en que hacíamos el Rock and Gol en Radioacktiva, un formato de transmisiones muy apasionado y poco analítico. Eran épocas en que hacíamos un programa de televisión en el Canal 13 donde poníamos los goles de la fecha que previamente habíamos grabado en un cassette de VHS en mi casa. Los domingos nos juntábamos los amigos de la oficina y jugábamos pica’os en torneos aficionados al occidente de Bogotá. Rafa Cifuentes, el capitán del equipo, me llamó un sábado y me advirtió que al otro día iba a llevar a un crack. Allá llegó el buen Johnma junto con el “Pocillo” Díaz. Estaba recién retirado, hablar de su desempeño en la cancha sería redundar. Habrá ido unas tres veces más, terminamos aplaudiéndolo y agradeciéndole los dos equipos, siempre.
El caso es que me bastó poco tiempo para entender por qué John Mario no había llegado tan lejos como su talento lo hubiera permitido. Entendí la razón por la cual la cerveza y las malas amistades pudieron con él en sus mejores días. Aunque ya en ese tiempo estaba dedicado a su religión en cuerpo y alma, su esencia seguía intacta. John Mario Ramírez era uno más del combo al que llegaba. No le negaba una conversación a nadie y nunca lo hacía por salir del paso. Era generoso al tope y de esa condición la humanidad se sabe aprovechar. Casi todos coincidían en que él era el remplazo natural del “Pibe”, pero nuestro 10 bogotano fue uno de esos pocos genios incomprendidos a los que la vida les negó lo que el fútbol les dio.
Se nos fue John Mario Ramírez. Tengo claro que cuando me toque morir lo primero que voy a preguntar es por qué se van las buenas personas tan rápido sin siquiera tener la oportunidad de luchar. ¡Maldito COVID!
Eso de que el mundo está cada día más difícil es mentira. Cuando John Mario Ramírez jugaba en Millonarios ya era inseguro ir al estadio o salir a caminar. Juntar unos pesos para comprar la boleta y así poder ir a ver a Millonarios era una odisea. Además era, como ahora, comprar un tiquete para un viaje de sufrimientos. Al Millos de John Mario no le sobraba nada, pero lo tenía a él.
Ya en aquellos años 90 había más miedo a perder que entusiasmo por ganar, pero el 10 era, además de talentoso como pocos, valiente. Fue de esos últimos número 10 del fútbol colombiano (de la generación de Mayer Candelo, Neider Morantes o Giovanny Hernández), el que menos duró en la cima, pero, y sé que puedo ser subjetivo, el que más condiciones de crack tenía.
John Mario fue la representación del fútbol bogotano de potrero. Acá siempre hay uno que quiere ser así en todos los equipos de barrio, colegio o empresa. Un burlón de esos que se saca a tres en cincuenta centímetros. Un bogotano de esos que a simple vista no parece alegre, pero que cuando comienza la fiesta se dedica a disfrutar.
Cuando lo vi jugar yo era un hincha de todos los domingos en el estadio. Cuando lo conocí, ya me dedicaba a esto del periodismo deportivo, aunque todavía mamando gallo. Eran tiempos en que hacíamos el Rock and Gol en Radioacktiva, un formato de transmisiones muy apasionado y poco analítico. Eran épocas en que hacíamos un programa de televisión en el Canal 13 donde poníamos los goles de la fecha que previamente habíamos grabado en un cassette de VHS en mi casa. Los domingos nos juntábamos los amigos de la oficina y jugábamos pica’os en torneos aficionados al occidente de Bogotá. Rafa Cifuentes, el capitán del equipo, me llamó un sábado y me advirtió que al otro día iba a llevar a un crack. Allá llegó el buen Johnma junto con el “Pocillo” Díaz. Estaba recién retirado, hablar de su desempeño en la cancha sería redundar. Habrá ido unas tres veces más, terminamos aplaudiéndolo y agradeciéndole los dos equipos, siempre.
El caso es que me bastó poco tiempo para entender por qué John Mario no había llegado tan lejos como su talento lo hubiera permitido. Entendí la razón por la cual la cerveza y las malas amistades pudieron con él en sus mejores días. Aunque ya en ese tiempo estaba dedicado a su religión en cuerpo y alma, su esencia seguía intacta. John Mario Ramírez era uno más del combo al que llegaba. No le negaba una conversación a nadie y nunca lo hacía por salir del paso. Era generoso al tope y de esa condición la humanidad se sabe aprovechar. Casi todos coincidían en que él era el remplazo natural del “Pibe”, pero nuestro 10 bogotano fue uno de esos pocos genios incomprendidos a los que la vida les negó lo que el fútbol les dio.