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El país sigue consternado. La masacre ocurrida pasado el 29 de diciembre en Aguachica, la segunda ciudad del departamento del Cesar, que cobró la vida del pastor cristiano Marlon Lora, su esposa Yurlay Rincón y sus hijos Ángela Natalia y Santiago, toda una familia dedicada plenamente a actividades religiosas, sigue suscitando hipótesis y conjeturas sobre los autores y sus móviles entre ciudadanos y autoridades.
Se ha dicho que fue una desafortunada confusión del sicario, quien en realidad buscaba atentar contra la compañera sentimental de un narco recientemente asesinado, cuyo sepelio ocurriría ese fatídico domingo en el cementerio municipal. Que Ángela Natalia venía siendo objeto de extorsiones y amenazas desde la cárcel de Cómbita, se ha rumorado. Que la Iglesia y sus bienes patrimoniales, liderada por Marlon y Yurlay, estaban siendo rastreadas por bandas delincuenciales, se ha comentado. Que ya se conoce el alias del asesino y que fueron encontradas dos motocicletas que sirvieron para perpetrar la masacre, se ha anunciado. Todas son hipótesis e informaciones que apuntan a identificar quienes jalaron el gatillo y que los motivó de manera directa.
Explicaciones que no ocultan el telón de fondo de este doloroso hecho. En el Sur del Cesar, con epicentro en Aguachica, se ha anclado un cruce de violencias desde la segunda mitad de la década de los 80 del siglo pasado. Primero las guerrillas, principalmente el ELN, y luego los paramilitares, se sobrepusieron y penetraron los conflictos sociales y políticos en este territorio de frontera interna con los también conflictivos Sur de Bolívar, el Magdalena Medio Santandereano y el Catatumbo. No obstante, Aguachica vivió en 1995 una singular experiencia de paz territorial alrededor de la primera consulta popular municipal por la paz, de la mano del entonces alcalde Luis Fernando Rincón, desmovilizado del M 19, asesinado en el 2000 por los paramilitares de alias “Juancho Prada”, cuando buscaba la reelección por segunda vez como Alcalde Municipal.
La desmovilización paramilitar ocurrida en los años 2002-2003 no alcanzó para cerrar los históricos conflictos sociales del Sur del Cesar, ni para espantar la violencia de sus territorios. Más bien, remanentes de esas violencias han sido definitivas en la reconfiguración del mapa criminal y en su articulación a la disputa por el poder político de esta subregión y de este departamento caribeño. En una suerte de mutación de la parapolítica de comienzos de siglo a la bacrimpolítica de ahora, acontece una progresiva captura del poder político local por parte de nuevos entramados criminales.
Las recientes elecciones locales revelan esta explosiva realidad. Es evidente la incidencia del exparamilitar “Juancho Prada” en la disputa por la Alcaldía de San Martín, como también fue evidente la presencia violenta de estructuras políticas en la puja por el poder local en la Alcaldía de Gamarra, ambos municipios limítrofes de Aguachica, cuya alcaldía ha quedado en manos de Víctor Roqueme “El Indio”, controvertido contratista y negociante cucuteño con estrechos vínculos con el parapolítico Ramiro Suárez. Todos ellos son socios políticos del Clan Gnecco, que domina la política cesarense en una suerte de autoritarismo regional.
La masacre de la familia Lora Rincón no pudo haberse cometido por sicarios sin ninguna articulación con estructuras criminales con vasos comunicantes con el poder local. Un poder político imposibilitado para garantizar la seguridad de los ciudadanos.