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Controlar la explosión de la “paz total” es lo aconsejable ante las circunstancias que atraviesa esta ambiciosa promesa del Gobierno Petro. Al tiempo que celebramos ocho años del Acuerdo de Paz con las extintas FARC, el Gobierno, junto a la otra parte contratante, anuncia con acierto un actualizado Plan Marco de Implementación y un Plan de Choque para acelerar su ejecución. Sin embargo, se conoce la crisis y división en la Segunda Marquetalia, que deja colgado de la brocha a “Iván Márquez”. Pablo Beltrán desluce con una declaración en la que el ELN renuncia a negociar la paz con este gobierno de izquierdas, mientras se detectan nuevas vendettas y fracturas violentas en las llamadas disidencias de Iván Mordisco.
Petro quiso superar el modelo “parcelado”, propio de la tradición de la paz hecha en Colombia. Empujó una ley de Paz Total en el Congreso de la República que le otorgó facultades para negociar con actores armados de naturaleza política y pactar el sometimiento de estructuras más típicamente criminales. Este enfoque realista se adobó con una optimista y voluntarista pretensión de apagar todos los fuegos al mismo tiempo. Hasta una mesa para el cierre de la negociación con las otrora AUC —interrumpida por Uribe Vélez por cuenta de la abrupta extradición de los jefes paramilitares— fue incluida en la pretendida paz total y definitiva.
La complejidad y los riesgos de tal apuesta saltan a la vista: diez mesas simultáneas de diálogo y negociación con actores de diversa naturaleza, cada uno con conflictos y disputas internas. Un proceso de paz de clara naturaleza política con un esquivo ELN se combina con accidentadas mesas con las dos disidencias de las extintas FARC —las que en los inicios de los diálogos lideraban Mordisco y Márquez—, holdings criminales tipo Clan del Golfo o Autodefensas Conquistadores de la Sierra, y bandas criminales comprometidas en entramados de violencia urbana en Buenaventura, Medellín y Quibdó.
Nuestra historia de paz se revela más terca que la aspiración de una paz completa con el método y los tiempos escogidos. Colombia realizó diez acuerdos de paz en 26 años y desmovilizó 71.500 combatientes, pero escogió el camino de una paz parcelada, precisamente porque fue el M-19 quien, sin esperar los lentos tiempos y la superación de las indecisiones de la entonces Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, dio el primer paso hacia la solución política. Luego siguió un chorrero escalonado de pactos con cada uno de los grupos que se vinieron a la paz detrás de Carlos Pizarro y sus hombres, y a instancias de la Asamblea Constituyente del 91. Ni siquiera el ELN, la disidencia del EPL y las FARC —agrupadas en lo que sobrevivió de la unidad guerrillera— concretaron un acuerdo en los fracasados diálogos de Caracas y Tlaxcala.
Después de ese ciclo de paz progresiva de los noventa, se produjo la desmovilización negociada de los paramilitares y el Acuerdo de Paz con las FARC en 2016.
Al Gobierno le corresponde hacerle más caso al modelo de paz ensayado en el pasado, sin abandonar el mensaje de una paz total. Y eso significa método y metas alcanzables. En lo que resta del gobierno es realista aspirar a negociaciones exitosas con Comuneros del Sur, la ex Segunda Marquetalia, las disidencias de Calarcá y Andrei, y las Autodefensas Conquistadores de la Sierra. Controlando la explosión de la paz total, se ofrecen resultados antes del 7 de agosto de 2026, dejando el resto en un estado irreversible para el próximo cuatrienio.