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Los sectores políticos, defensores y usufructuarios del centralismo cachaco, entraron en pánico. Este temor o sobresalto de buena parte de las élites capitalinas irrumpió en el debate público por cuenta del trámite y la final aprobación en el Congreso de la República de la reforma constitucional que modifica el Sistema General de Participaciones –SGP– e incrementa, significativa y progresivamente, las transferencias de recursos de la nación a los departamentos y municipios. Pavor al revolcón institucional más profundo desde la Constitución de 1991.
Han dicho que aumentar las transferencias del 26 al 39,5 % de los ingresos corrientes de la nación con destino a las regiones en un periodo de 12 años pone en grave riesgo la estabilidad de nuestras finanzas públicas. Hay quienes han advertido que los recursos públicos en gobernaciones y alcaldías están permanente y peligrosamente acechados por estructuras criminales y clanes políticos familiares mafiosos que tienen capturado el aparato público territorial. Y no faltan quienes le achacan a esta reforma una perversa utilización electoral de cara a los comicios de 2026.
Lo que no han dicho los rabiosos centralistas es que la reforma no ordena un crecimiento irresponsable del gasto público territorial, manteniendo intacto o, peor aún, aumentando el gasto del nivel central. Ocultan, más bien, que la reforma constitucional que congeló las transferencias en tiempos de Uribe privó, en estos 23 años, a los departamentos y municipios de una suma del orden de los 398 billones de pesos para atender funciones delegadas en materia de educación, salud y saneamiento básico, mientras las competencias en estas materias se multiplicaban desordenadamente en las oficinas capitalinas, cuyos gastos alcanzaron un porcentaje cercano al 3 % del PIB. Precisamente, para blindar las finanzas y ordenar racionalmente la gestión pública, la reforma anuncia una ley estatutaria a ser tramitada por el Congreso de la República en los próximos 12 meses, que redefinirá las competencias entre entidades del orden nacional y entre estas y los entes territoriales. Ha quedado claro en la reforma aprobada que, sin ley de competencias, y sin el respeto a la regla fiscal y al marco fiscal de mediano plazo, no será posible su implementación.
Razones no faltan para advertirnos que el poder, las competencias y los recursos pueden terminar en manos de autoritarismos subnacionales, como los describe muy bien Edward Gibson. Pero justificar con ello la consolidación de nuestro centralismo asfixiante es ignorar que nuestro régimen político se ha fraguado sobre reiteradas alianzas entre élites nacionales y dinastías políticas familiares que no han servido para superar la frágil territorialidad del Estado en los territorios excluidos y las enormes desigualdades sociales y territoriales que caracterizan nuestra formación como nación. Y resulta tan impensable que alcaldes como el uribista Fico Gutiérrez o el facho Jaime Andrés Beltrán de Bucaramanga, o gobernadores de derecha como Roldán de Antioquia o Juvenal Díaz de Santander, respalden electoralmente a alguien de la orilla progresista en contraprestación por esta reforma, que no merece mayores comentarios.
Que no pretendan engañar a ingenuos, los amantes del poder en los cocteles y las oficinas de la capital, arropando con lenguaje técnico su argumento de que primero debíamos definir las competencias y funciones de las regiones para luego acordar los recursos a transferir. Que no “olviden” la paradigmática pirámide de Kelsen que indica el orden jerárquico de las leyes, partiendo primero de aquellas de orden constitucional para luego derivarlas en leyes estatutarias, orgánicas y ordinarias, o en ordenanzas departamentales y acuerdos distritales o municipales. El pavor no es técnico; es miedo a perder el poder que deleitan y con el que se embriagan desde Bogotá.